Canto VII de la Arcadia de la Ciencia y la Humanidad (o el peregrino extraviado en su propia patria)

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Cuando la blanca Aurora dejó, por fin, el enfadoso lecho de su celoso marido. Mi peregrino, impaciente por continuar la búsqueda del cayado sagrado, y luego de ver los primeros rayos que de la hermosa faz de la hija de Hiperión salían para iluminar este valle de lágrimas, corrió a pedirle licencia al desdichado ermitaño Bernardino que lo dejara retirarse y le indicase el camino para llegar a la Arcadia del Sur. Éste no quiso demorarlo y, además de indicarle el camino, le regaló unas peras que cultivaba en su huerto. Luego de proveer su zurrón con todo lo necesario para un largo peregrinaje, también fue a despedirse del pescador Alaniso, quien estaba fabricándose una nueva canoa. Andreo prometió devolverle el favor dándole una gran acogida en su aldea y regocijarlo mucho el día de su boda con Lizzea, que en su ingenua mente creía que sería bien pronto. El pescador, no de almas sino de simples peces, le respondió, en palabras necias que aquí no reproduzco, que se fuera con Dios, que dejará de importunarlo y que le mandaba muchos afectuosos saludos a su señora madre.
Andreo continuó su camino, sin ningún sobresalto que merezca mención, hasta que llegó a los dominios de los marqueses de Oaxaca: hablo de la sin par ciudad de Coyoacán, gloria de la Nueva España. Paseó primero por las apacibles calles del barrio de Santa Catarina, que estaban todas tapizadas de jacarandas merced a la temporada. Luego llegó a la plaza de armas, en donde campeaba la casa que, según cuenta la leyenda, fue habitada por el Gran Pastor Conquistador, nada menos que el cortesísimo Hernán Cortés, verdadero padre de la nación mexicana. Pero sobresalía, sobretodo, el suntuoso templo de San Juan Bautista, en donde escuchó misa, no tanto para salvaguardar su alma, sino para relajar su conciencia ante la tomadura de pelo que había utilizado como subterfugio para su peregrinaje (huelga decir que al salir de misa ni siquiera se confesó). Después de haber cumplido con visitar territorio santo se fue, presto, a la Arcadia del Sur, que se encontraba alrededor de un pedregal y que, asimismo, era dominada por una espesa floresta. Mi peregrino pronto se vio bajando por un muy inclinado valle y, cuando llegó a un pedazo de tierra más plano, salió, de un pasaje umbroso, una pastora mestiza hermosísima en todo extremo, que de no haber Lizzea en el mundo, Andreo se hubiera hincado ante ella, y luego de descubrirle sus honestos pensamientos, pedirle que se ayuntaran en santo matrimonio. La pastora, cuya piel se asemejaba al piloncillo y, como éste, prometía ser igual de dulce, lo saludó de la siguiente manera:
—Bienaventurado seas, oh bizarro peregrino, a esta nuestra Arcadia del Sur. Hogar de los más acaudalados, nobles y liberales pastores de todo este reino. Mi nombre es Camilea, pastora de las riberas de la Magdalena, en donde acabo de bañar este poco agraciado cuerpo —dijo todo esto sujetando los pliegues de su falda con suma coquetería.
El peregrino, suspenso ante la abismal negrura de sus cabellos y sus ojos (estos últimos estaban escondidos bajo unos curiosos anteojos de ala de mariposa), y cautivado por su tierna modestia, pues si a algo le sobraba gracia era a su sublime figura, le respondió:
—Hermosa doncella, mi nombre es Andreo y yo fui, como tú, un pastor. Mi aldea está en la Arcadia de Azcapotzalco y me vi en la necesidad de salir de peregrinaje para encontrar el cayado sagrado del divino pastor Roberto Herrera, mejor conocido como “El Cura”, pues mi señora, la sin par doña Lizzea de la Calzada de los Misterios, instó a todo aquel cautivo suyo, inmértito de su cariño, a que le trajese esa reliquia como prueba de la validez de su amor.
La pastora, conmovida por el galante gesto del peregrino, se ofreció a acompañarlo pues, muy cerca de ahí, estaba el aprisco en donde iba a apacentar su ganado. Y como la agradable y honesta compañía de la pastora no era para rechazarse, Andreo aceptó con mucho gusto que lo encaminara hasta su destino. Durante el trayecto, Andreo preguntó, de forma inocente y sin atentar contra su pudor, sobre la situación de sus amores, siendo éste un tema de conversación tópico pastoril. Camilea, ante la impertinente pregunta que le hizo recordar sus desgracias, perló su hermoso rostro con las lágrimas de su amargura y, sollozando, le respondió:
—No tienes que disculparte, discreto peregrino, ante mi abrupta saudade; pues siendo tú un forastero, naturalmente, desconocías que ésta pobre sin ventura jamás ha conocido el amor. Y esa deletérea mígala llamada Amor, y que a todos en esta Arcadia favorece, se ha olvidado de esta horrenda moza. ¡Ay, que el corazón se me parte al reconocer que, a mis dieciséis abriles, desconozca el sabor de un ósculo!
Y terminó hecha una inagotable fuente de llanto sobre el pecho del forastero, ocasión que ella aprovechó para juntar, un poco más, su cuerpo sobre el de él. Empero, mi hombre la apapachó como si de su mesma hermana se tratase y le dijo que se sosegara un poco y que, tarde o temprano, algún rico labrador aliviaría su pena, pues, teniendo ella no pocas gracias dignas de ser admiradas, no se explicaba el por qué de su mala suerte en el amor. Camilea, luego de enjugarse las lágrimas y limpiarse la nariz en el hábito del peregrino, le contestó diciéndole que de las hermosas ella era la más fea y que su pena de amor podría tener una pronta solución (esto último lo dijo mientras parpadeaba sibilinamente). Andreo, que no se enteraba de nada por su natural mentecatez, la consoló diciéndole que así sería y que él se alegraría mucho al verla feliz con un pastor digno de tanta fortuna. La pastora cambió, otra vez, abruptamente de humor, y se volvió un resplandeciente faro de dicha y felicidad y comenzó a cantar unas muy empalagosas églogas; aunque hubo una, que era de su invención y que decía “y los jadeos de mi pastor se asemejaban al murmullo de las olas al romperse”. Y continuaron así su camino, hasta que llegaron a un apacible riachuelo en donde se les antojo descansar y merendar algo. Fueron del común acuerdo de poner un mantel encima del pasto y, una vez hecho esto, tomaron asiento y se pusieron a comer sus respectivas viandas. Después de ingerir con no poco apetito sus alimentos, Camilea sustrajo un cigarrillo de cáñamo de su zurrón que se fumó con suma complacencia (dijo que era para la digestión) y cuyo humo terminó chocando con la cara del peregrino. Luego, la pastora, sin ningún disimulo o discreción, se sentó más cerca de Andreo y le preguntó si su pastora era más hermosa que ella. Al verla, hizo de tripas corazón, tragó saliva, y recordando las lecciones de sus mal habidos libros de caballería, y en consecuencia, siguiendo la senda del fiel Amadís (y no el reprobable ejemplo de su promiscuo hermano Galaor), impuso en su imaginación la imagen de la verdadera señora de sus pensamientos y le contestó que:
—Para no menoscabar injustamente a ninguna de las dos, no haré comparación alguna. Pero las muchas virtudes que la adornan, que van a la par de su inigualable hermosura, y su sobrada discreción la hacen, no sólo digna de ser amada, sino candidata a ser Emperatriz del mismo Universo.
Camilea, empecinada en derribar la fiera muralla de la honestidad del peregrino, le ofreció, como premio a su fidelidad, que se comiera como postre un membrillo. Conociendo la trampa de que éste pudiera estar encantado, pues escuchó del caso de un licenciado que se comió uno muy pasado y que terminó loco y creyéndose de vidrio, rechazó aquel manjar y le dijo que estaba satisfecho con su frugal merienda. Camilea, insistiendo en sus pecaminosas intenciones, le confesó que ella era una experta exorcista y que sabía quitarle el Diablo a las personas por medio de una cárcel que ella tenía en su interior. Andreo preguntó tontamente que en dónde tenía escondida esa prisión y ella le señaló que la tenía en medio de sus piernas. El peregrino sintió que el cuello de su holgado hábito lo ahorcaba y le contestó que él no tenía ningún demonio que meter en su prisión. Ésta no se dio por vencida y le dijo que le ofreciera su palabra de volverse su esposo para que pudieran pecar con la conciencia tranquila. Andreo la castigó diciéndole que eso se prohibió en el último concilio vaticano y que, de pretenderla, no la tocaría a menos de que un cura los casara como Dios manda. Ya por último, Camilea se desabotonó su hábito y le mostró un tan perfecto y bien formado busto, que sería espléndido para alimentar a sus hijos, si alguno tuviere, y no para mover a la concupiscencia de los desconocidos. Ella tenía un bello lirio tatuado en medio de los dos pechos y el peregrino, con la voluntad flanqueándole, apartó con mucho esfuerzo la vista mientras una de sus manos, trémula y que parecía tener vida propia, y que estaba a punto de sucumbir ante la tentación, luchaba con la otra, que si bien era la siniestra, resultó ser la más honesta. En este punto el autor de esta verdadera historia se muestra confuso y se ciñe al poco confiable testimonio de Andreo. Dice, pues, el enamorado y fiel pastor, que una de sus manos (o tal vez fueron las dos) “accidentalmente” tocaron alguna parte deshonesta. Pero, sabrá el Señor si para fortuna o desgracia de Andreo, la repentina lujuria de Camilea se trocó en victimización. Y sucedió, pues, que la pastora se cubrió lo que era menester cubrirse, vituperó al peregrino tachándolo de atrevido y lo molió a palos con su cayado. Luego, se volvió una fuente inagotable de llanto y se marchó, dejando a Andreo aliviado, pues había superado la tentación… muy a su pesar.
Y tras caminar varias leguas guiándose sólo por su intuición, llegó hasta un espléndido parterre que se hallaba en medio de unas ruinas latinas y que era engalanado por una inmensidad de colorida vegetación. Y, en medio de una pequeña isleta circundada por un estanque poblado de nenúfares, se encontraba clavado el cayado sagrado y, arriba de éste, era protegido por la cúpula de un quiosco sostenido por sendas columnas corintias. El peregrino, suspenso ante tanta belleza, se le salieron las lágrimas y, antes de que diera un paso más, un guarda lo detuvo.
—Alto, forastero. Pues dudo que quieras arriesgarte a deshonrar a este guardián que celosamente salvaguarda las maravillas de los jardines colgantes del pastor Roberto Herrera.
—Apartaos vos, mequetrefe, y dadme el paso franco, pues vengo por una reliquia de la cual depende mi vida, pues es ella misma la que me la exige.
—Piensa antes de hablar, insensato, que aquí no vale esa actitud de “Dios es Cristo”. Muchos han sido fulminados por el rayo divino al no cumplir los santos preceptos de nuestro Gran Cura. No te detendré en tu desviado afán, pero dejo a tu propio riesgo el ponerle fin a tu propia vida sino demuestras, ante los inquisitivos ojos de nuestro sacerdote de melena desordenada que nos ven desde lo alto, que eres un enamorado verdadero, fiel, vestal, honesto y que todos los viernes santos mantiene con fervor ese divino estado. Sólo recuerda que no importa si todos morimos, pues siempre seremos niños somnolientos que aún duermen en sus prisiones azules (palabras sagradas de nuestro Cura).
—Yo no tengo más que fe —respondió Andreo— y con fe he de morirme. No obstante, estoy seguro de ser un auténtico enamorado, pues susurro su nombre aun en una habitación vacía. Cada vez que la miro es como si estuviera en el cielo y no deseo otro cosa que ser como ella, pues sólo así sería digno de su amor. Su rechazo sería igual de doloroso que aventarse del precipicio de un profundo océano de esmeralda. Mas no importa que me quiera, pues yo la seguiré amando hasta el fin del mundo. (Todas estas también son palabras de nuestro Cura).
El guarda ya no se interpuso en su camino y Andreo fue al encuentro del cayado. Una vez que lo tuvo enfrente, sudó frío, pues reconocía que por poco cae en la tentación de la deshonesta pastora Camilea, faltando así a su palabra de fiel enamorado. Cerró los ojos y se dijo que bien merecía el castigo de ser fulminado, pues aunque no le había faltado a su señora en obras, sí lo había hecho en pensamientos. Sacó, pues, la sagrada reliquia y, al ver que no lo había achicharrado un letal rayo destructor, casi se muere de la felicidad al conseguir su objetivo. Emocionado, se dirigió a donde estaba el guarda y le comentó que fue una ingeniosa trampa, por su parte, la de poner a una lasciva pastora para probar la fidelidad de los enamorados. Éste le contestó que no existía semejante trampa (como tampoco la existencia del rayo divino) y que Camilea simplemente era una zagala lujuriosa, hija de labradores muy ricos, y que fue gozada por todos los mancebos de esa Arcadia…, muy a su pesar de estos, porque esa pastora tenía problemas de bipolaridad y cambiaba de humor de forma repentina, siendo este un terrible caso de locura digno de ser analizado en un frenopático. Andreo se marchó y el guarda puso un nuevo cayado en el quiosco de la isleta.
Pero las aventuras del peregrino no terminaron ahí.
Acaeció que, durante el camino de regresó, cayó la noche y, de nuevo, Andreo terminó perdido en un sombrío bosque. Y, espantado por el ulular de los tecolotes y del terrorífico escandalo de uno batanes, corrió desesperado a buscar un refugio. Pero las cosas empeoraron cuando escuchó los aullidos de unos salvajes coyotes acompañados del rugido de un arcabuz. Andreo quedó estupefacto, y con su entendimiento más nublado que de costumbre, fue justo a donde estaba el peligro, pues, en medio de un páramo, se encontraba un viejo soldado que sostenía un arcabuz aún humeante. Aquí el verdadero cronista de esta historia señala un terrible dilema, pues Andreo, de haber sabido quién era ese personaje, estaba obligado a socorrerle; empero, si hubiera conocido sus intenciones, que afectaban sobradamente a los intereses del pastor, también hubiera sido valido dejarlo a la merced de los coyotes. Pero como se había metido, a sí mismo, en los dominios de las bestias, y desconociendo la identidad del viejo soldado y sus funestos negocios, tuvo que aliarse con él para sortear el peligro. No obstante, el soldado casi le dispara a Andreo, pero por fortuna no lo hizo, pues estaba cargando de pólvora su arma siendo este un menester aparatoso y nada eficiente. Luego de constatar que Andreo era humano, le pidió que protegiera su espalda. Y éste, quizá creyendo que su nuevo cayado tendría algún poder mágico, comenzó a hacer malabares con él y lo utilizó como arma. Y cuando asomó su hocico un rabioso coyote, ¡zaz!, le partió el cráneo de un bastonazo. Y a uno que se les abalanzó enseñando los colmillos y las garra, ¡moles petra!, terminó con las vísceras fuera merced a un certero disparo. Los demás, asustados por la inesperada violencia, huyeron despavoridos y se perdieron en la espesura. Rato después, el soldado farfulló victorioso:
—¡Ea, marcharos, oh despreciables bestias comedoras de carroña! Que yo ya cazaba coyotes cuando vosotros apenas bebíais de la teta de su puta madre. Si yo no temí a los ingleses, menos a unas putas bestezuelas de pacotilla.
Una vez que terminó de alardear, el soldado se sentó sobre una roca, sacó su cantimplora, y bebió desmedidamente de ella. Luego preguntó al peregrino que qué hacía en semejantes andurriales y éste le respondió que sólo iba de regreso a casa, pues le urgía regalarle una prenda que le había pedido su amada. El soldado soltó un gutural eructo y, sin que se lo pidiese, le contó su historia:
—Mi nombre es don Luis, hidalgo vascongado y soldado de la derrotada armada invencible. Tengo desde las Islas Canarias hasta las Filipinas una inmensa prole, siendo yo el mayor truhán y ultrajador que jamás ha conocido reino alguno. Y he regresado a estas Indias, luego de enterarme que tengo una hija, cuya inmensa belleza y gracia la hacen una prenda de gran estima, siendo algo que me viene muy a propósito porque estoy más hinchado de deudas que de alcohol. Pero antes de buscarla, iré a refocilarme en la primera posada que encuentre, que hace mucho tiempo ha que no puteo.
El soldado le pidió que lo acompañara, pero Andreo se despidió diciendo que tenía prisa por regresar a su aldea. Y, corriendo lo más que pudo, se alejó de tan molesta compañía.

¡Qué mejor marido que Dios!

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Me fui de peregrinaje para conocer las santas reliquias del templo franciscano de San Juan Bautista, que se encuentra cerca de los dominios de los marqueses de Oaxaca en el sin par pueblo de Coyoacán, gloria de la capital de la Nueva España. No obstante, mi camino pronto se vio interrumpido, pues al llegar al pueblo de Santa Anita vi que el canal de la Viga bloqueaba mi paso. No tuve otra opción que esperar la buena voluntad de algún indio que, motivado por la caridad, me encaminara con su canoa hasta el lago de Texcoco. Sucedió, pues, que un villano, que había terminado de faenar en el mercado, recogió sus flores y las acomodó en su balsa. Me dirigí al pequeño muelle en donde estaba éste y le comenté:
—¿Fue buena la venta?
—¡Que a las flores se las lleven los mil diablos, con perdón de su mercé, que no he vendido ninguna! ¡Mi mujer se pondrá como un basilisco cuando se entere!
Rato después, le pregunté que a donde se dirigía y él me contestó que a su chinampa. Viendo la posibilidad de avanzar algo de camino merced a su intermediación, intenté apelar a su piedad cristiana.
—Por la calidad de mis hábitos, vos podéis deducir que soy un peregrino. He visitado todo los lugares santos de esta patria mía y sólo me falta visitar la parroquia de San Juan Bautista. ¿Podéis vos hacerme la caridad de acortarme el camino?
El villano se rascó la nuca, a mi parecer, no exenta de liendres, y me respondió:
—Por caridad yo no hago nada y menos pasear forasteros por estos caminos de Dios. Empero, si voacé desembolsa unos buenos pesos para compensar la mala venta, yo llevaré a su mercé hasta el mismo infierno.
—¿Acaso vos sois Caronte?
—Yo no conozco a ese siñor. Yo fui bautizado como Gervasio, así que, por favor, no me troque el nombre su mercé.
Viendo que su necesidad era más grande que la mía, desembolsé dos pesos de plata para que me dejara embarcarme en su canoa. El trayecto fue parsimonioso y, de no ser por las destempladas canciones del balsero, el viaje hubiera sido más ameno. Pero el esquivo humor de la diosa Fortuna ordenó que las otrora mansas aguas del canal de la Viga se enturbiaran por una repentina tempestad. No tardó el villano en perder el control de la embarcación y, en consecuencia, terminó estrellándola contra un roca. La canoa acabó echa añicos y nosotros terminamos absorbidos por el agua para luego ser vomitados cerca de la orilla de un islote, en donde un ermitaño nos recogió repletos de ovas, lamas y algas. Cuando despertamos, suspensos estuvimos al ver que, en vez de estar en las puertas del cielo, nos encontrábamos en una rústica sala en donde ardía un buen fuego. Pero nuestra admiración pronto se convirtió en espanto cuando escuchamos un amargo lamento que decía de esta manera:

Lidiado y malherido por el ruedo voy
Pues para este tu enamorado payo
No fue suficiente nacer en mayo
Toro quise ser mas buey de Santín soy

Corrimos a buscar a quien daba tan tristes voces y, cerca de la floresta que rodeaba la choza, encontramos a nuestro huésped, pues al vernos se presentó como tal, y nos dijo que regresaramos a su morada. Ya ahí, Bernardino, que ese era el nombre del ermitaño, nos sirvió un poco de atole caliente, y luego que nos explicó cómo nos había encontrado, nos exhortó a que, como renta a su desinteresado gesto, escucháramos su muy triste historia.
—Yo, oh jóvenes náufragos, antes de despedirme de la civilización, solía ser un estudiante de la Real y Pontificia Universidad de México. Nací criollo y en el seno de una familia hidalga con un rancio abolengo corso, a la que, por desgracia, le sobraba nobleza, no así bienes de Fortuna. Digo, pues, que durante mi primer año en la universidad, destacaba, no tanto por mis estudios, sino por ser un esgrimista en extremo diestro, en lanzar la garrocha más lejos que los demás y en tañer la guitarra, con tal maestría, que se decía de mí que la hacía hablar. Todo eso cambió cuando, por no sé que maldita casualidad del destino, entró a la misma aula un caballero, pues en ese entonces lo creí tal, de nombre don Esteban Bellantín. Suspenso quedé al encontrarme delante de un compañero cuya bizarría, donaire y garbo excedía al de todos nosotros. Yo quise hacerme amigo de él y éste no tardó en aceptarme como su compañero de estudio. Gran cambio tuve al conocerlo, pues comencé a concentrarme en ciencias en las que antes era lego y, durante las horas de receso, don Esteban prefería mi compañía antes que la del resto de mis compañeros, razón por la cual fuimos conocidos como “los dos amigos”. Al poco tiempo de conocernos, nuestra gran amistad comenzó a ir más allá de la universidad y, por medio de pasarnos mensajes por debajo de la puerta de nuestros dormitorios, nos comunicábamos nuestros más profundos pensamientos. Empero, algo me desconcertaba sobremanera, ¿por qué le trataba con suma delicadeza?, ¿por qué veía en él toda la virtud y belleza humana?, ¿por qué ansiaba tanto su compañía y me pesaba tanto su ausencia?, y sobre todo, ¿por qué sentía que no había más luz que la de sus hermosos ojos verdes?
Gran incomodidad tuvimos al escuchar el curioso suceso del ermitaño, pues en primera instancia no dudamos en tildarlo de sodomita, pero éste nos tranquilizó diciéndonos que:
—Dejadme continuar que, como después veréis, para todo esto había una razón muy natural y que no contradecía a los santos mandamientos de nuestra Santa Madre Iglesia. Como os iba relatando, mortificado y culpable me sentía ante semejante insensatez que yo creía contranatural, aunque no por eso dejaba de frecuentar a don Esteban. Él me invitaba a su carruaje y juntos nos escapábamos a ver las comedias en los corrales. Recuerdo que a algún peregrino ingenio se le ocurrió traducir esa tragedia de Shakespeare intitulada Otelo, y como mi amigo y yo éramos muy aficionados al teatro, fuimos prestos a verla. Por alguna razón, la gente suele reír aun en las tragedias y, en mi imaginación, pensé que el senado (que es como los farsantes idiotas suelen llamar al respetable público), se burlaba de mí por mirar con admiración a mi compañero en vez de a la obra. Al final de la función, don Esteban se tronó los dedos de su fina mano de alabastro, de tal forma que me causó espanto, fuimos a su carruaje, me confesó que estaba muy complacido con nuestra inquebrantable amistad, y regresamos a nuestras respectivas habitaciones. Sucedió, pues, que impaciente por ver a mi amigo, aproveché que tenía que devolverle un libro que me prestó: “La economía” de Pseudo-Aristóteles. Su recámara no estaba lejos de la mía y, al ver que no le había puesto seguro a su puerta, supuse que podría entrar sin cuidado siendo yo su gran compadre. Al abrirla, menuda sorpresa me llevé al constatar que, adentro de la habitación de mi amigo, estaba una hermosa moza en cueros. Ella tuvo que callar para no alertar a los demás estudiantes y yo, sin acertar qué decir o hacer, le dije:
—¿Por casualidad se encuentra don Esteban?
—¡Yo soy don Esteban, idiota!
Dejé el libro y me retiré en silencio, no sin antes sentir un inmenso alivio al reconocer que el objeto de mi amor era, en realidad, doña Estefanía Bellantín. Lamentablemente, como yo era el único en conocer su secreto, comenzó a evitarme. Entretanto yo, sediento de su amor, aunque también necesitado de su amistad, le dejé una misiva mía en donde le decía que me perdonara el descuido y que su secreto estaba seguro conmigo. Ella me respondió, para gran regocijo mío, diciéndome en una carta que nuestras relaciones podían continuar, siempre y cuando la siguiese tratando como lo que creía que era. Volvimos a hablarnos; mas ya no fue lo mismo, pues quizá sospechaba la profunda admiración que por ella sentía. Aun teniéndola cerca la sentía lejana y, siempre que estaba a punto de descubrirle alguna razón enamorada, ella se apartaba de mí, y el dolor que sentía al verla partir tan aprisa era peor que el suplicio del potro inquisitorial. Infinitas noches pasé tañéndole mis canciones, cerca de su ventana, donde le descubría lo que en público me estaba vedado. Al ver que continuaba despachándome y que ya era imposible restablecer la antigua amistad, le mandé una infame carta, escrita en un momento en que la desesperanza y el despecho nublaron mi entendimiento, en donde no sólo la amenazaba de revelar su secreto si no me correspondía con la justa admiración que me debía, sino que también me atrevía a decirle que, aunque a comparación de ella yo era pobre, en linaje era igual a ella y quizá hasta le superaba. Muchas lágrimas derramé al escribirla y muchas más derramaré a consecuencia de eso. Después de mandársela, ella dejó la universidad. Maldije mi impertinencia y falta de juicio, pues en realidad era incapaz de descubrir ese secreto, y corrí a buscarla por todas las calles en las que solíamos pasear sin poder hallarla. Luego, encontré una nota en mi escritorio y, ¡ay!, ¡que no supe si sentir terror, alegría o culpa al ver que era de doña Estefanía! En ella escrito estaba lo siguiente: “Amor por nadie he sentido, excepto por el conocimiento. Noble nací, pero siendo mujer me fue vedado el más deleitoso placer que a mi inmensa curiosidad se le podía ofrecer, que era la educación universitaria. Ahora, por culpa tuya, oh villano Bernardino, tendré que tomar estado y, como castigo a tu iniquidad e impertinencia, quiero que estés presente en el día de mi boda. Debo de advertirte que contra mi futuro marido no valen las injurias ni las armas, así que puedo estar tranquila de que, contra Él, te encontrarás impotente. Sigue el mapa: en el día tal será la ceremonia.” Herido en mi orgullo, tomé mis mejores armas y salí para arrebatarle de las manos al villano que había quitado de las mías a mi doña Estefanía. Obedecí las indicaciones que estaban en su carta y llegué al templo de San Jerónimo que era donde iba a ser su boda. Cuando estuve a punto de entrar, un par de corpulentas religiosas me tomaron por sorpresa y me molieron a palos. Luego, ya sometido, me llevaron a ver de cerca el altar , e hincado y lleno de humillación, vi cómo le cortaban el cabello, ya no a doña Estefanía, sino a Sor Esperanza, que ese era el nombre con el que se consagraría al Señor. Ésta ya estaba con el hábito de monja puesto e iba emperifollada de la más hermosa forma que pudiera describirse, pues fue coronada con un sin fin de flores y joyas que resaltaban su inigualable belleza. ¡Hasta la mismísima Emperatriz de los Cielos sentiría envidia de su hermosura! Sintiéndome preso de una divina pesadilla, y sin mucho seso, inquirí:
—¿Y tu esposo?
Ella volteó a verme con la frente en alto. Me sonrió, orgullosa, mientras sostenía una antorcha dorada cuyo mango estaba cubierto de lirios. En el pecho llevaba una imagen de la Santísima Concepción y, luego de que las monjas del coro terminaron de cantar una especie de himeneo, me respondió:
—¡Qué mejor marido que Dios!
Aquí el ermitaño terminó anegado en lágrimas y nosotros, para no dejarlo solo en el llanto, recordamos nuestras desgracias y lo acompañamos en esa sinfonía de lamentos.

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Frida

Buenos Relatos

FRANCISCO J. MARTÍN

En una mañana soleada, y sentada en una mesa del vagón restaurant, Frida degustaba con placer un exquisito desayuno mientras por la ventana veía pasar los paisajes montañosos entrecalados de verdes y frescos prados. Algo le decía que el día podía ser magnífico.
Se la veía una mujer elegante y atractiva, con una expresión agradable y quizás algo pícara, que atraía la mirada de cuantos hombres pasaban a su lado. Su cabello ondulado reflejaba los rayos del Sol haciendo que por momentos pareciera rodeada de un aura de luz.
Viajaba con los sentimientos descorazonados de quien hace tiempo que no disfruta de la
relación con sus amantes, más allá de la pasión efímera de unas intermitentes noches de
deseo. No se sentía querida, ni tan siquiera recordaba si alguna vez se había sentido así, por lo general sus relaciones amorosas fueron más bien aventuras que no le llegaron realmente al corazón. En el…

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¡Qué mejor marido que Dios!

Aquí un relato que me publicaron en el blog de Buenos Relatos. Espero que sea de su agrado.

Buenos Relatos

FOXMAN

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—¿Fue buena la venta?

—¡Que a las flores se las lleven los mil diablos, con perdón de su mercé

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