¡Qué mejor marido que Dios!

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Me fui de peregrinaje para conocer las santas reliquias del templo franciscano de San Juan Bautista, que se encuentra cerca de los dominios de los marqueses de Oaxaca en el sin par pueblo de Coyoacán, gloria de la capital de la Nueva España. No obstante, mi camino pronto se vio interrumpido, pues al llegar al pueblo de Santa Anita vi que el canal de la Viga bloqueaba mi paso. No tuve otra opción que esperar la buena voluntad de algún indio que, motivado por la caridad, me encaminara con su canoa hasta el lago de Texcoco. Sucedió, pues, que un villano, que había terminado de faenar en el mercado, recogió sus flores y las acomodó en su balsa. Me dirigí al pequeño muelle en donde estaba éste y le comenté:
—¿Fue buena la venta?
—¡Que a las flores se las lleven los mil diablos, con perdón de su mercé, que no he vendido ninguna! ¡Mi mujer se pondrá como un basilisco cuando se entere!
Rato después, le pregunté que a donde se dirigía y él me contestó que a su chinampa. Viendo la posibilidad de avanzar algo de camino merced a su intermediación, intenté apelar a su piedad cristiana.
—Por la calidad de mis hábitos, vos podéis deducir que soy un peregrino. He visitado todo los lugares santos de esta patria mía y sólo me falta visitar la parroquia de San Juan Bautista. ¿Podéis vos hacerme la caridad de acortarme el camino?
El villano se rascó la nuca, a mi parecer, no exenta de liendres, y me respondió:
—Por caridad yo no hago nada y menos pasear forasteros por estos caminos de Dios. Empero, si voacé desembolsa unos buenos pesos para compensar la mala venta, yo llevaré a su mercé hasta el mismo infierno.
—¿Acaso vos sois Caronte?
—Yo no conozco a ese siñor. Yo fui bautizado como Gervasio, así que, por favor, no me troque el nombre su mercé.
Viendo que su necesidad era más grande que la mía, desembolsé dos pesos de plata para que me dejara embarcarme en su canoa. El trayecto fue parsimonioso y, de no ser por las destempladas canciones del balsero, el viaje hubiera sido más ameno. Pero el esquivo humor de la diosa Fortuna ordenó que las otrora mansas aguas del canal de la Viga se enturbiaran por una repentina tempestad. No tardó el villano en perder el control de la embarcación y, en consecuencia, terminó estrellándola contra un roca. La canoa acabó echa añicos y nosotros terminamos absorbidos por el agua para luego ser vomitados cerca de la orilla de un islote, en donde un ermitaño nos recogió repletos de ovas, lamas y algas. Cuando despertamos, suspensos estuvimos al ver que, en vez de estar en las puertas del cielo, nos encontrábamos en una rústica sala en donde ardía un buen fuego. Pero nuestra admiración pronto se convirtió en espanto cuando escuchamos un amargo lamento que decía de esta manera:

Lidiado y malherido por el ruedo voy
Pues para este tu enamorado payo
No fue suficiente nacer en mayo
Toro quise ser mas buey de Santín soy

Corrimos a buscar a quien daba tan tristes voces y, cerca de la floresta que rodeaba la choza, encontramos a nuestro huésped, pues al vernos se presentó como tal, y nos dijo que regresaramos a su morada. Ya ahí, Bernardino, que ese era el nombre del ermitaño, nos sirvió un poco de atole caliente, y luego que nos explicó cómo nos había encontrado, nos exhortó a que, como renta a su desinteresado gesto, escucháramos su muy triste historia.
—Yo, oh jóvenes náufragos, antes de despedirme de la civilización, solía ser un estudiante de la Real y Pontificia Universidad de México. Nací criollo y en el seno de una familia hidalga con un rancio abolengo corso, a la que, por desgracia, le sobraba nobleza, no así bienes de Fortuna. Digo, pues, que durante mi primer año en la universidad, destacaba, no tanto por mis estudios, sino por ser un esgrimista en extremo diestro, en lanzar la garrocha más lejos que los demás y en tañer la guitarra, con tal maestría, que se decía de mí que la hacía hablar. Todo eso cambió cuando, por no sé que maldita casualidad del destino, entró a la misma aula un caballero, pues en ese entonces lo creí tal, de nombre don Esteban Bellantín. Suspenso quedé al encontrarme delante de un compañero cuya bizarría, donaire y garbo excedía al de todos nosotros. Yo quise hacerme amigo de él y éste no tardó en aceptarme como su compañero de estudio. Gran cambio tuve al conocerlo, pues comencé a concentrarme en ciencias en las que antes era lego y, durante las horas de receso, don Esteban prefería mi compañía antes que la del resto de mis compañeros, razón por la cual fuimos conocidos como “los dos amigos”. Al poco tiempo de conocernos, nuestra gran amistad comenzó a ir más allá de la universidad y, por medio de pasarnos mensajes por debajo de la puerta de nuestros dormitorios, nos comunicábamos nuestros más profundos pensamientos. Empero, algo me desconcertaba sobremanera, ¿por qué le trataba con suma delicadeza?, ¿por qué veía en él toda la virtud y belleza humana?, ¿por qué ansiaba tanto su compañía y me pesaba tanto su ausencia?, y sobre todo, ¿por qué sentía que no había más luz que la de sus hermosos ojos verdes?
Gran incomodidad tuvimos al escuchar el curioso suceso del ermitaño, pues en primera instancia no dudamos en tildarlo de sodomita, pero éste nos tranquilizó diciéndonos que:
—Dejadme continuar que, como después veréis, para todo esto había una razón muy natural y que no contradecía a los santos mandamientos de nuestra Santa Madre Iglesia. Como os iba relatando, mortificado y culpable me sentía ante semejante insensatez que yo creía contranatural, aunque no por eso dejaba de frecuentar a don Esteban. Él me invitaba a su carruaje y juntos nos escapábamos a ver las comedias en los corrales. Recuerdo que a algún peregrino ingenio se le ocurrió traducir esa tragedia de Shakespeare intitulada Otelo, y como mi amigo y yo éramos muy aficionados al teatro, fuimos prestos a verla. Por alguna razón, la gente suele reír aun en las tragedias y, en mi imaginación, pensé que el senado (que es como los farsantes idiotas suelen llamar al respetable público), se burlaba de mí por mirar con admiración a mi compañero en vez de a la obra. Al final de la función, don Esteban se tronó los dedos de su fina mano de alabastro, de tal forma que me causó espanto, fuimos a su carruaje, me confesó que estaba muy complacido con nuestra inquebrantable amistad, y regresamos a nuestras respectivas habitaciones. Sucedió, pues, que impaciente por ver a mi amigo, aproveché que tenía que devolverle un libro que me prestó: “La economía” de Pseudo-Aristóteles. Su recámara no estaba lejos de la mía y, al ver que no le había puesto seguro a su puerta, supuse que podría entrar sin cuidado siendo yo su gran compadre. Al abrirla, menuda sorpresa me llevé al constatar que, adentro de la habitación de mi amigo, estaba una hermosa moza en cueros. Ella tuvo que callar para no alertar a los demás estudiantes y yo, sin acertar qué decir o hacer, le dije:
—¿Por casualidad se encuentra don Esteban?
—¡Yo soy don Esteban, idiota!
Dejé el libro y me retiré en silencio, no sin antes sentir un inmenso alivio al reconocer que el objeto de mi amor era, en realidad, doña Estefanía Bellantín. Lamentablemente, como yo era el único en conocer su secreto, comenzó a evitarme. Entretanto yo, sediento de su amor, aunque también necesitado de su amistad, le dejé una misiva mía en donde le decía que me perdonara el descuido y que su secreto estaba seguro conmigo. Ella me respondió, para gran regocijo mío, diciéndome en una carta que nuestras relaciones podían continuar, siempre y cuando la siguiese tratando como lo que creía que era. Volvimos a hablarnos; mas ya no fue lo mismo, pues quizá sospechaba la profunda admiración que por ella sentía. Aun teniéndola cerca la sentía lejana y, siempre que estaba a punto de descubrirle alguna razón enamorada, ella se apartaba de mí, y el dolor que sentía al verla partir tan aprisa era peor que el suplicio del potro inquisitorial. Infinitas noches pasé tañéndole mis canciones, cerca de su ventana, donde le descubría lo que en público me estaba vedado. Al ver que continuaba despachándome y que ya era imposible restablecer la antigua amistad, le mandé una infame carta, escrita en un momento en que la desesperanza y el despecho nublaron mi entendimiento, en donde no sólo la amenazaba de revelar su secreto si no me correspondía con la justa admiración que me debía, sino que también me atrevía a decirle que, aunque a comparación de ella yo era pobre, en linaje era igual a ella y quizá hasta le superaba. Muchas lágrimas derramé al escribirla y muchas más derramaré a consecuencia de eso. Después de mandársela, ella dejó la universidad. Maldije mi impertinencia y falta de juicio, pues en realidad era incapaz de descubrir ese secreto, y corrí a buscarla por todas las calles en las que solíamos pasear sin poder hallarla. Luego, encontré una nota en mi escritorio y, ¡ay!, ¡que no supe si sentir terror, alegría o culpa al ver que era de doña Estefanía! En ella escrito estaba lo siguiente: “Amor por nadie he sentido, excepto por el conocimiento. Noble nací, pero siendo mujer me fue vedado el más deleitoso placer que a mi inmensa curiosidad se le podía ofrecer, que era la educación universitaria. Ahora, por culpa tuya, oh villano Bernardino, tendré que tomar estado y, como castigo a tu iniquidad e impertinencia, quiero que estés presente en el día de mi boda. Debo de advertirte que contra mi futuro marido no valen las injurias ni las armas, así que puedo estar tranquila de que, contra Él, te encontrarás impotente. Sigue el mapa: en el día tal será la ceremonia.” Herido en mi orgullo, tomé mis mejores armas y salí para arrebatarle de las manos al villano que había quitado de las mías a mi doña Estefanía. Obedecí las indicaciones que estaban en su carta y llegué al templo de San Jerónimo que era donde iba a ser su boda. Cuando estuve a punto de entrar, un par de corpulentas religiosas me tomaron por sorpresa y me molieron a palos. Luego, ya sometido, me llevaron a ver de cerca el altar , e hincado y lleno de humillación, vi cómo le cortaban el cabello, ya no a doña Estefanía, sino a Sor Esperanza, que ese era el nombre con el que se consagraría al Señor. Ésta ya estaba con el hábito de monja puesto e iba emperifollada de la más hermosa forma que pudiera describirse, pues fue coronada con un sin fin de flores y joyas que resaltaban su inigualable belleza. ¡Hasta la mismísima Emperatriz de los Cielos sentiría envidia de su hermosura! Sintiéndome preso de una divina pesadilla, y sin mucho seso, inquirí:
—¿Y tu esposo?
Ella volteó a verme con la frente en alto. Me sonrió, orgullosa, mientras sostenía una antorcha dorada cuyo mango estaba cubierto de lirios. En el pecho llevaba una imagen de la Santísima Concepción y, luego de que las monjas del coro terminaron de cantar una especie de himeneo, me respondió:
—¡Qué mejor marido que Dios!
Aquí el ermitaño terminó anegado en lágrimas y nosotros, para no dejarlo solo en el llanto, recordamos nuestras desgracias y lo acompañamos en esa sinfonía de lamentos.

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