Y regresamos a la carpa que estaba montada en el jardín de su casa.
La música que habían puesto en el estéreo mejoró un poco (de la invasión puertorriqueña, pasaron a los himnos ochenterosos de Rock en tu idioma). Deseé volver a tener la compañía de Matilde, pero ella había regresado con Irving y continuaron con su artificioso juego (ella seguía fingiendo ser una niña tonta y él la ignoraba o le recriminaba por su comportamiento). Vi que sobró un poco de pastel y me lo comí.
Llegaron más invitados, entre ellos, una chica —que para evitar rodeos, la llamaré Cynthia, pues no recuerdo su verdadero nombre—, que era muy estimada por Denisse y todas sus amigas. Además de que la recibieron con mucho júbilo, tenía la peculiaridad que, en su espalda, llevaba unas alas que simulaban ser de mariposa o de hada. Este accesorio se lo fueron rolando todas las chicas (excepto Patricia).
Otra sorpresa —no muy agradable, la verdad—, Ocurrió cuando busqué a Denisse para charlar un rato más con ella.
Sucedió que ella invitó a un viejo enemigo mío de la secundaria: Juan Carlos. Denisse y Patricia se encontraban junto a él. Sentada sobre las piernas de mi viejo rival estaba una chica de aspecto vulgar.
Me fue imposible no recordar todas las rencillas que tuve con él a causa de Giovanna, una chica de la escolta. No logro explicarme muy bien por qué me enamoré de ella. Sólo recuerdo que la veía atendiendo la cooperativa de la escuela todos los días. Giovanna era pelinegra y de tez muy pálida. Su voz me desagradaba, era tipluda, como la de un ratón asustado. Pero lo que más me llamaba la atención era su peinado, corto, abultado y quebradizo. Quizá de ahí date mi fascinación por las mujeres con ese tipo de peinado. Como sea, cometí el error de pedirle a Juan Carlos que fuera mi celestino y terminó bajándomela. Para aumentar más los problemas, Denisse estaba enamoradísima de él, cosa por la que se la pasó reclamándome todo ese lamentable último año en la secundaria. Esa primera decepción coincidió con un terrible catarro que me dejó tumbado una semana. Todos esos desagradables momentos habían quedado atrás. Pero presentía que iba a parar hacia un nuevo infierno por culpa de los imperativos sociales y familiares que debía de cumplir.
Me acerqué a él y lo saludé sin ocultar mi sorpresa. Juan Carlos no lo estaba menos y se levantó para recibir mi saludo.
—¡Manuel, cuánto tiempo sin verte!
—Lo mismo digo…
Se veía bastante cambiado. Aumentó de peso y se había dejado crecer su cabellera china y la barba. Tenía una pinta bastante rufianesca.
—Güey, ¿te quitaron los braquets?
Me los habían retirado poco antes de que nos promovieran de la secundaria y se lo hice saber.
—Güey, no mames, ya no tienes braquets… —no sé por qué le sorprendía tanto ese detalle en mi apariencia.
Pregunté por la chica que lo acompañaba. Me dijo que era su novia y me la presentó. Recordé a Giovanna y de las veces que, durante mi primer año en la preparatoria, salía a buscarla después de mis clases de teatro, en una colonia que llevaba por nombre “La Navidad”. Nunca la encontré y jamás volví a saber algo de ella. Sentí tristeza. Sólo para despachar a mi viejo enemigo, decidí abrazarlo, para demostrarle que no le guardaba ningún rencor y le dije:
—Te extrañé mucho, cabrón.
No era verdad.
Denisse y Juan Carlos conversaron un rato. Yo me acerqué a donde estaba Patricia. Lamenté no tener ninguna oportunidad con ella, así como el hecho de que Matilde estuviera sentada en las piernas de Irving (era como si fingieran una relación, o estuvieran obligados a convivir a la fuerza). Pregunté que cómo estaba y si conoció a alguno de los nuevos amigos de Denisse. Ella me dijo que estaba bien y que no le interesaba convivir con los demás y que si alguien se le acercaba, ella hacía la señal de amor y paz y lo despachaba con cortesía. Me resigné al hecho de que hablar con ella sería una perdida de tiempo (era cerrada, superficial y hueca) y decidí merodear por ahí.
En una de mis vueltas conocí a un sujeto, que se veía un poco mayor que el resto de nosotros, y que tuvo la desgracia de pasar seis años de su vida, si no escuché mal, cursando la secundaria. Le habían diagnosticado síndrome de déficit de atención y declaraba que lo único que sabía hacer era dibujar. Me compadecí de él al mismo tiempo que lo envidié: por un lado, su condición neurológica lo volvió un paria de la sociedad y de la educación pública; por el otro, era un genio a su manera y tenía muy claro su oficio, su lugar en el mundo. Luego me dirigí hacia donde estaba un grupo de chicas bailando, entre ellas estaba Cynthia, la que tenía montadas las alas de hada. Ésta sacó de su bolso una varita de plástico que en la punta tenía una estrella, me tocó la frente con ella y me dijo “te bendigo”. Me alagó su detalle para conmigo y bailoteé a su lado mientras sonaba la canción de “Lamento boliviano”. Después, fui por una cerveza y me encontré con Walter. Discutí con él sobre los grupos de rock clásico (Led Zeppelin, Pink Floyd, Deep Purple). Tuvimos una charla muy animada que fue interrumpida por la intromisión de Irving. Él sostenía una botella de vino —que echó a perder porque, en su desesperación por abrirla, el corcho se quedó adentro del envase—, y comenzó con sus comentarios presuntuosos, no sobre el rock, sino sobre la sexualidad humana en general:
—Todos tenemos algo de homosexuales, pedófilos y zoofílicos en nuestro subconsciente —afirmaba.
Esta vez sentí una mayor repugnancia por aquel sujeto y no dejé de preguntarme qué carajos le veía Matilde. Me extrañó que ahora no lo acompañara. ¿A dónde se había ido? Me aparté de ellos para buscarla, pero antes tuve que pasar al baño, que se encontraba junto a una especie de galpón, y que me recordaba a las letrinas de antaño. Una vez que vacié mi vejiga, paseé un rato en silencio por el pequeño patio. Quería estar solo unos minutos antes de regresar a la fiesta e intentar hacerle la corte a Matilde. Debía ser ya más de la medianoche y el cielo, ¡ay!, lucía sin estrellas por las amenazantes nubes cargadas de lluvia. Antes de virar mi curso hacia la tertulia, escuché que una pareja discutía. Caminé con parsimonia y, con un ánimo decididamente voyerista, me oculté detrás de uno de los automóviles de la familia de Denisse, agucé la vista y el oído, y observé que Matilde e Irving peleaban. Nunca me parecieron más incongruentes, en la boca de una dama, las siguientes expresiones: o sea, qué oso, güey, no mames, equis, obvio, está cañón, bitch, fucking, perra, etcétera. Me mantuve escondido en lo que duró su discusión de la que, por cierto, no entendí nada, pues parecía que hablaban en esperanto de lo enrevesada que era su conversación. Matilde, a quien veía de espaldas, parecía tensa y hacía aspavientos exagerados. Irving, con los hombros bajos, y con una actitud bastante relajada, parecía decirle “no me importa nada que tú hagas, pendeja”. Como esto me parecía más una puesta de escena que una pelea de verdad, además de que sentía algo que se acercaba más a la pena ajena que a los celos, opté por no intervenir. Lo único que escuché claramente fue un, “¡vete a la chingada!”, que musitó Matilde y en seguida se retiró de ahí con evidente molestia. Irving se quedó quieto como un muerto viviente y caminó, tambaleándose, hacia el baño.
Regresé a la carpa. Sonaba a todo volumen un jocoso ska que no identifiqué pero que no me desagradó. Matilde se integró al grupo de Cynthia y le pidió prestadas sus alas. Se veía graciosa con ellas y me recordó a la hada cachonda de la película de Ralph Bakshi “Wizards”.
Me acerqué a ella. Al verme, Matilde me dijo:
—¡Soy la hada de los deseos! ¿Cuál es el tuyo?
—Yo sólo quiero un beso tuyo —no sé de dónde saqué el valor y la desfachatez para pedirle aquello, no obstante, lo dije con una naturalidad y determinación que aún hoy me sigue intrigando.
Ella me miró, un tanto incrédula, y sin despegar la vista de mí, me preguntó:
—¿Y dónde lo quieres?
—En la boca…
No imaginé que accedería a mi ruego tan fácilmente. Primero fue un tierno roce de labios, luego, me agarró de las solapas de mi gabardina, acercó su rostro con el mío y me dio uno más profundo. Me sentí en el cielo, aunque la repentina felicidad es siempre efímera; es como la inesperada epifanía que nos deslumbra en medio de la madrugada y que, en el transcurso del día, va perdiendo relevancia. Me llamó la atención que, a pocos metros de donde nosotros estábamos, se encontraba Irving, quien, por cierto, ni se inmutó. No me consta que nos haya visto, pero estoy casi estoy seguro de que le hubiera dado igual. No le di importancia. Matilde y yo nos tomamos de la mano y seguimos sacudiéndonos al ritmo de la música. Pronto se integró Denisse (ya se habían retirado nuestros excompañeros) y, cuando escuchamos el tema de “La Vida” de los Fabulosos Cadillacs, comenzamos a brincar con frenesí y, cada vez que tocaba el coro, gritábamos: “¡En la vida no queremos sufrir! ¡No, no! ¡Queremos tocar el cielo!” Fue uno de esos pocos momentos de felicidad plena; donde la dicha pareciera poder tocarse o tener una figura tangible (en esa noche, el cuerpo de Matilde). Walter también se unió a nuestro festejo y, cuando nos cansamos de la música, fuimos a fumarnos la mota que trajo Denisse detrás de la carpa.
Cada quien se lió su cigarrillo. Walter nos comentó que, como tuvo la fortuna de nacer en Francia, tenía la doble nacionalidad. Parecía tener pretensiones de irse para allá pero desvió el tema hacia el asunto del narcotráfico. Matilde se pronunció a favor de la legalización de la mota, pues con eso ella creía que se terminaría la violencia que ocasionaba ésta, además que así se reduciría el costo de la hierba al no depender de tantos intermediarios para su distribución. Yo, para darme tono, dije que fumaba esto todos los días y que mi sepa favorita era la Acapulco Gold Hash (la verdad es que ni fumaba tanta mota ni jamás probé dicha variedad). Todos celebraron mi supuesto buen gusto en materia de cannabis y hablamos de la angustia adolescente que habíamos sufrido y de lo terrible que nos parecía nuestra realidad. Matilde mencionó que había estudiado en un colegio de monjas de algún lugar de la República (no recuerdo si dijo Zacatecas o Querétaro) y que la marcó el hecho de que, desde muy niña, tuviera que aprender teología, filosofía y latín. Me causó gracia que se refiriera a sus profesoras como “las pinches monjas”. Yo argüí que la educación pública era peor, pues a parte de deficiente, era un calvario y era de la opinión de que, al menos, en los colegios confesionales, uno podía aprender cosas interesantes, como interpretar la biblia o saber latín. Todos se me quedaron viendo raro, incluida Denisse, quien por cierto, añadió que la religión era un lastre del cual el país debía deshacerse. Todos fueron del mismo dictamen de ella. Creo que la charla se fue por derroteros bastante ridículos, ya que estábamos drogados y nos reíamos de todo y por nada; empero, nuestras sabias y muy profundas disquisiciones no hubieran tenido fin de no ser porque alguien corrió a avisarle a Denisse que Cynthia se había puesto mal. Ella y Matilde corrieron a ver qué le sucedía y yo me quedé solo con Walter. Fumamos un poco más. Empecé a sentirme un poco mareado, pero lo disimulé lo mejor que pude. La noche me parecía a cada momento un poco más abismal, y hasta cálida, conforme los efectos de la hierba se hacían más evidentes.
—Disculpa, amigo, pero noto que sientes cierto interés por mi amiga Matilde, ¿verdad? No te preocupes, está bien: es una buena chica, pero es muy impredecible.
Me incomodó sobremanera que mi atracción por Matilde fuera muy evidente. Hice mutis y fumé un poco más. Sólo para romper el silencio, y tal vez cambiar de tema, musité:
—Quizá debí haber traído mi guitarra para, tú sabes, tocarle alguno de mis temas y así tenerla rendida… —no recuerdo muy bien lo que dije, pero debió ser una imbecilidad de ese jaez.
—¡A huevo! Cuando platiqué contigo me dije “este cabrón debe tocar de puta madre”.
Escuchamos que en el estéreo habían puesto música de salsa, sobre todo temas de Celia Cruz. Yo me asomé a la carpa por curiosidad. No me asombró ver a los estudiantes de artes plásticas bailar animadamente aquello, pero tampoco dejó de parecerme gracioso. Al cabo de unos cuantos minutos, Matilde y Denisse regresaron. Walter, preocupado, preguntó que cómo se encontraba Cynthia, a lo que la anfitriona le respondió:
—Sólo se sentía un poco peda, eso era todo. Ahorita la acabamos de acostar en mi recámara. Ya están dispuestos algunos sacos de dormir en la sala por si alguien ya se siente cansado.
Yo no tenía necesidad de usar alguno, pues no vivía lejos y podría regresar a casa una vez que fueran las seis de la mañana y comenzara a funcionar el transporte público. Sin embargo, a Matilde la noté algo somnolienta, razón por la cual me agarró de sorpresa que me tomara la mano y me condujera, una vez más, a la fiesta. Denisse y Walter hicieron lo mismo. Luego, comenzamos a bailar despacio, y muy cerca el uno del otro, al son de una muy empalagosa balada tropical. Ya me era imposible actuar con la debida caballerosidad y delicadeza que eran inherentes a mi persona, y sentí la necesidad de perpetuar mi estirpe o, más bien, de disfrutar de los beneficios de eso último sin tener que atenerme a las consecuencias. Como era incómodo seguir de pie con la cremallera abultada, le sugerí a Matilde que mejor tomáramos asiento para continuar queriéndonos. Por alguna razón, recuerdo aquel parsimonioso escarceo amoroso como iluminado por una luz roja, cosa imposible, pues dudo que alguien se haya tomado la molestia de cambiar la iluminación del lugar conforme a mi estado de ánimo. El asunto de Irving no pasó por mi cabeza en ningún momento, tal vez fue porque lo vi dormido sobre una silla, con la botella de vino vacía. Daba lo mismo. Matilde era mía y, mientras nos besábamos, metía mis manos sobre su suéter y jugaba con la parte de atrás de su sujetador. Luego, acerqué mi boca a su oído y le sugerí que huyéramos de la fiesta. Matilde preguntó que a dónde pretendía llevármela. Con toda franqueza le dije que:
—A un hotel.
Pensé que me daría una bofetada. Se quedó viéndome raro en silencio unos segundos y me respondió:
—Estoy cansada, pero no podré dormir después de esto. ¿Seguro que conoces uno cerca?
Le dije que, en efecto, conocía. uno Pero no le mencioné que sólo lo veía de pasada cada vez que bajaba a la ciudad y que, bueno, en realidad no conocía su interior ni la tarifa que manejaba. Nos pusimos de pie. Yo recordé las tablas de multiplicar y algunos salmos y canciones de Plaza Sésamo que me sabía para que la emoción no me ganara, y buscamos a Denisse para despedirnos de ella. No la encontramos. No quisimos demorarnos más y salimos a la calle.
Hacía frío y la noche encapotada amenazaba con soltar un diluvio en breve. Caminamos muy juntos y, aunque el vecindario era tranquilo y sabía cómo salir de él, no dejó de parecerme una indiscreción pasear a esas horas en compañía de una dama (Matilde era desinhibida, coscolina y lujuriosa, pero era una niña bien a final de cuentas). Llegamos a la avenida. Me sorprendió que no tardáramos en encontrar un taxi que, aunque me cobró una muy abusiva tarifa nocturna, me dio a entender que la noche no me ofrecía ningún obstáculo para mis deseos.
Entramos al vestíbulo del hotel de cuarta (muy bien amueblado, hay que decirlo, para ser lo que era). Pedí una habitación para una noche y solté los billetes arrugados con una impaciencia que a Matilde le pareció cómica. Nos dieron la llave. En el pasillo se escuchaban a otras parejas que estaban también en lo suyo. Eso reducía un poco el ambiente de intimidad que buscaba, pero no podía quejarme. Accedimos a nuestra habitación. Matilde prendió una lámpara que estaba encima de un buró y se sentó en la orilla de la cama. Una desconcertante felicidad me inundó y me dije “no, esto no puede estar pasando, no”. Antes de cualquier cosa, me ofrecí a quitarle sus botas, que, no lo había notado antes, eran de tacón alto. Así que me arrodillé, y, al terminar de descalzarla, contemplé sus piernas, que eran gordas pero muy lindas, y las besé, desde la planta del pie hasta poco más arriba del muslo.
Cumplido el placentero, aunque tormentoso, prolegómeno a la pasión, pude contemplar su desnudez (¡ay!, ¡dio la casualidad que no tuve que conformarme con verla en una triste reproducción!). Estaba tan obnubilado que no dejé de decirle lo espléndida y hermosa que era, que la amaba y creo que hasta le propuse matrimonio. Ella rio y me propuso que durmiéramos la siesta. Y bueno, la dormimos en todo lo que duró esa tormentosa noche.
A la mañana siguiente desayunamos en un VIPS. Pensamos en regresar a la casa de Denisse ya que, con toda seguridad, todos los invitados continuarían con la fiesta hasta la tarde de ese mismo día. Pero me dijo que no quería regresar y que pasaría, mejor, a la casa de su novio (¡!). No me sobresalté, pues yo también había cometido una infidelidad, pero, como no sentía mucho afecto por mi novia Meztli, quien había salido de vacaciones, nunca me pesó en mi conciencia esa “falta”. Después de comer el último waffle y pagar la consumición, la acompañé a la parada de autobuses más próxima y me despedí de ella para siempre.
Meses más tarde, cuando chateaba con Denisse vía Messenger, le pregunté por Matilde. Me contestó que se había ido a estudiar a una escuela de cine en Nueva York y que salía con un sujeto mucho mayor que ella. Pronto, con una facilidad que no me explico muy bien por qué sucedió, comencé a distanciarme mucho de mi mejor amiga, al punto de sólo saber cosas de ella de manera aislada por las redes sociales. Pasaron los años y, cierto día, que paseaba por el tianguis de arte de la avenida Álvaro Obregón, encontré, de entre las muchas pinturas, un retrato que me rememoró a ese último día de felicidad plena que tuve. Era un óleo: en él aparecía una muchacha desnuda: sus curvas y su robustez se habían exagerado y el rostro de la retratada era difuso, pero sabía que era Matilde. Le pedí al vendedor que me dejará darle un vistazo más de cerca a la pintura y comprobé que se intitulaba “Portarretrato de Matilde” y que el autor era un tal Irving T. Era tanta mi necesidad de tener la pintura que sacrifiqué mi modesto sueldo como empleado de SEDESOL y la compré.
En la soledad de mi piso, y cuando los fantasmas del pasado y de los sueños rotos me atosigan, me dirijo a donde está la única pintura que poseo y la contemplo mientras rememoro a Matilde y a la felicidad perdida para siempre.
Ciudad de México. 20 de agosto de 2018.