Retrato de Matilde (3/3)

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Y regresamos a la carpa que estaba montada en el jardín de su casa.

La música que habían puesto en el estéreo mejoró un poco (de la invasión puertorriqueña, pasaron a los himnos ochenterosos de Rock en tu idioma). Deseé volver a tener la compañía de Matilde, pero ella había regresado con Irving y continuaron con su artificioso juego (ella seguía fingiendo ser una niña tonta y él la ignoraba o le recriminaba por su comportamiento). Vi que sobró un poco de pastel y me lo comí.

Llegaron más invitados, entre ellos, una chica —que para evitar rodeos, la llamaré Cynthia, pues no recuerdo su verdadero nombre—, que era muy estimada por Denisse y todas sus amigas. Además de que la recibieron con mucho júbilo, tenía la peculiaridad que, en su espalda, llevaba unas alas que simulaban ser de mariposa o de hada. Este accesorio se lo fueron rolando todas las chicas (excepto Patricia).

Otra sorpresa —no muy agradable, la verdad—, Ocurrió cuando busqué a Denisse para charlar un rato más con ella.

Sucedió que ella invitó a un viejo enemigo mío de la secundaria: Juan Carlos. Denisse y Patricia se encontraban junto a él. Sentada sobre las piernas de mi viejo rival estaba una chica de aspecto vulgar.

Me fue imposible no recordar todas las rencillas que tuve con él a causa de Giovanna, una chica de la escolta. No logro explicarme muy bien por qué me enamoré de ella. Sólo recuerdo que la veía atendiendo la cooperativa de la escuela todos los días. Giovanna era pelinegra y de tez muy pálida. Su voz me desagradaba, era tipluda, como la de un ratón asustado. Pero lo que más me llamaba la atención era su peinado, corto, abultado y quebradizo. Quizá de ahí date mi fascinación por las mujeres con ese tipo de peinado. Como sea, cometí el error de pedirle a Juan Carlos que fuera mi celestino y terminó bajándomela. Para aumentar más los problemas, Denisse estaba enamoradísima de él, cosa por la que se la pasó reclamándome todo ese lamentable último año en la secundaria. Esa primera decepción coincidió con un terrible catarro que me dejó tumbado una semana. Todos esos desagradables momentos habían quedado atrás. Pero presentía que iba a parar hacia un nuevo infierno por culpa de los imperativos sociales y familiares que debía de cumplir.

Me acerqué a él y lo saludé sin ocultar mi sorpresa. Juan Carlos no lo estaba menos y se levantó para recibir mi saludo.

¡Manuel, cuánto tiempo sin verte!

Lo mismo digo…

Se veía bastante cambiado. Aumentó de peso y se había dejado crecer su cabellera china y la barba. Tenía una pinta bastante rufianesca.

Güey, ¿te quitaron los braquets?

Me los habían retirado poco antes de que nos promovieran de la secundaria y se lo hice saber.

Güey, no mames, ya no tienes braquets… —no sé por qué le sorprendía tanto ese detalle en mi apariencia.

Pregunté por la chica que lo acompañaba. Me dijo que era su novia y me la presentó. Recordé a Giovanna y de las veces que, durante mi primer año en la preparatoria, salía a buscarla después de mis clases de teatro, en una colonia que llevaba por nombre “La Navidad”. Nunca la encontré y jamás volví a saber algo de ella. Sentí tristeza. Sólo para despachar a mi viejo enemigo, decidí abrazarlo, para demostrarle que no le guardaba ningún rencor y le dije:

Te extrañé mucho, cabrón.

No era verdad.

Denisse y Juan Carlos conversaron un rato. Yo me acerqué a donde estaba Patricia. Lamenté no tener ninguna oportunidad con ella, así como el hecho de que Matilde estuviera sentada en las piernas de Irving (era como si fingieran una relación, o estuvieran obligados a convivir a la fuerza). Pregunté que cómo estaba y si conoció a alguno de los nuevos amigos de Denisse. Ella me dijo que estaba bien y que no le interesaba convivir con los demás y que si alguien se le acercaba, ella hacía la señal de amor y paz y lo despachaba con cortesía. Me resigné al hecho de que hablar con ella sería una perdida de tiempo (era cerrada, superficial y hueca) y decidí merodear por ahí.

En una de mis vueltas conocí a un sujeto, que se veía un poco mayor que el resto de nosotros, y que tuvo la desgracia de pasar seis años de su vida, si no escuché mal, cursando la secundaria. Le habían diagnosticado síndrome de déficit de atención y declaraba que lo único que sabía hacer era dibujar. Me compadecí de él al mismo tiempo que lo envidié: por un lado, su condición neurológica lo volvió un paria de la sociedad y de la educación pública; por el otro, era un genio a su manera y tenía muy claro su oficio, su lugar en el mundo. Luego me dirigí hacia donde estaba un grupo de chicas bailando, entre ellas estaba Cynthia, la que tenía montadas las alas de hada. Ésta sacó de su bolso una varita de plástico que en la punta tenía una estrella, me tocó la frente con ella y me dijo “te bendigo”. Me alagó su detalle para conmigo y bailoteé a su lado mientras sonaba la canción de “Lamento boliviano”. Después, fui por una cerveza y me encontré con Walter. Discutí con él sobre los grupos de rock clásico (Led Zeppelin, Pink Floyd, Deep Purple). Tuvimos una charla muy animada que fue interrumpida por la intromisión de Irving. Él sostenía una botella de vino —que echó a perder porque, en su desesperación por abrirla, el corcho se quedó adentro del envase—, y comenzó con sus comentarios presuntuosos, no sobre el rock, sino sobre la sexualidad humana en general:

Todos tenemos algo de homosexuales, pedófilos y zoofílicos en nuestro subconsciente —afirmaba.

Esta vez sentí una mayor repugnancia por aquel sujeto y no dejé de preguntarme qué carajos le veía Matilde. Me extrañó que ahora no lo acompañara. ¿A dónde se había ido? Me aparté de ellos para buscarla, pero antes tuve que pasar al baño, que se encontraba junto a una especie de galpón, y que me recordaba a las letrinas de antaño. Una vez que vacié mi vejiga, paseé un rato en silencio por el pequeño patio. Quería estar solo unos minutos antes de regresar a la fiesta e intentar hacerle la corte a Matilde. Debía ser ya más de la medianoche y el cielo, ¡ay!, lucía sin estrellas por las amenazantes nubes cargadas de lluvia. Antes de virar mi curso hacia la tertulia, escuché que una pareja discutía. Caminé con parsimonia y, con un ánimo decididamente voyerista, me oculté detrás de uno de los automóviles de la familia de Denisse, agucé la vista y el oído, y observé que Matilde e Irving peleaban. Nunca me parecieron más incongruentes, en la boca de una dama, las siguientes expresiones: o sea, qué oso, güey, no mames, equis, obvio, está cañón, bitch, fucking, perra, etcétera. Me mantuve escondido en lo que duró su discusión de la que, por cierto, no entendí nada, pues parecía que hablaban en esperanto de lo enrevesada que era su conversación. Matilde, a quien veía de espaldas, parecía tensa y hacía aspavientos exagerados. Irving, con los hombros bajos, y con una actitud bastante relajada, parecía decirle “no me importa nada que tú hagas, pendeja”. Como esto me parecía más una puesta de escena que una pelea de verdad, además de que sentía algo que se acercaba más a la pena ajena que a los celos, opté por no intervenir. Lo único que escuché claramente fue un, “¡vete a la chingada!”, que musitó Matilde y en seguida se retiró de ahí con evidente molestia. Irving se quedó quieto como un muerto viviente y caminó, tambaleándose, hacia el baño.

Regresé a la carpa. Sonaba a todo volumen un jocoso ska que no identifiqué pero que no me desagradó. Matilde se integró al grupo de Cynthia y le pidió prestadas sus alas. Se veía graciosa con ellas y me recordó a la hada cachonda de la película de Ralph Bakshi “Wizards”.

Me acerqué a ella. Al verme, Matilde me dijo:

¡Soy la hada de los deseos! ¿Cuál es el tuyo?

Yo sólo quiero un beso tuyo —no sé de dónde saqué el valor y la desfachatez para pedirle aquello, no obstante, lo dije con una naturalidad y determinación que aún hoy me sigue intrigando.

Ella me miró, un tanto incrédula, y sin despegar la vista de mí, me preguntó:

¿Y dónde lo quieres?

En la boca…

No imaginé que accedería a mi ruego tan fácilmente. Primero fue un tierno roce de labios, luego, me agarró de las solapas de mi gabardina, acercó su rostro con el mío y me dio uno más profundo. Me sentí en el cielo, aunque la repentina felicidad es siempre efímera; es como la inesperada epifanía que nos deslumbra en medio de la madrugada y que, en el transcurso del día, va perdiendo relevancia. Me llamó la atención que, a pocos metros de donde nosotros estábamos, se encontraba Irving, quien, por cierto, ni se inmutó. No me consta que nos haya visto, pero estoy casi estoy seguro de que le hubiera dado igual. No le di importancia. Matilde y yo nos tomamos de la mano y seguimos sacudiéndonos al ritmo de la música. Pronto se integró Denisse (ya se habían retirado nuestros excompañeros) y, cuando escuchamos el tema de “La Vida” de los Fabulosos Cadillacs, comenzamos a brincar con frenesí y, cada vez que tocaba el coro, gritábamos: “¡En la vida no queremos sufrir! ¡No, no! ¡Queremos tocar el cielo!” Fue uno de esos pocos momentos de felicidad plena; donde la dicha pareciera poder tocarse o tener una figura tangible (en esa noche, el cuerpo de Matilde). Walter también se unió a nuestro festejo y, cuando nos cansamos de la música, fuimos a fumarnos la mota que trajo Denisse detrás de la carpa.

Cada quien se lió su cigarrillo. Walter nos comentó que, como tuvo la fortuna de nacer en Francia, tenía la doble nacionalidad. Parecía tener pretensiones de irse para allá pero desvió el tema hacia el asunto del narcotráfico. Matilde se pronunció a favor de la legalización de la mota, pues con eso ella creía que se terminaría la violencia que ocasionaba ésta, además que así se reduciría el costo de la hierba al no depender de tantos intermediarios para su distribución. Yo, para darme tono, dije que fumaba esto todos los días y que mi sepa favorita era la Acapulco Gold Hash (la verdad es que ni fumaba tanta mota ni jamás probé dicha variedad). Todos celebraron mi supuesto buen gusto en materia de cannabis y hablamos de la angustia adolescente que habíamos sufrido y de lo terrible que nos parecía nuestra realidad. Matilde mencionó que había estudiado en un colegio de monjas de algún lugar de la República (no recuerdo si dijo Zacatecas o Querétaro) y que la marcó el hecho de que, desde muy niña, tuviera que aprender teología, filosofía y latín. Me causó gracia que se refiriera a sus profesoras como “las pinches monjas”. Yo argüí que la educación pública era peor, pues a parte de deficiente, era un calvario y era de la opinión de que, al menos, en los colegios confesionales, uno podía aprender cosas interesantes, como interpretar la biblia o saber latín. Todos se me quedaron viendo raro, incluida Denisse, quien por cierto, añadió que la religión era un lastre del cual el país debía deshacerse. Todos fueron del mismo dictamen de ella. Creo que la charla se fue por derroteros bastante ridículos, ya que estábamos drogados y nos reíamos de todo y por nada; empero, nuestras sabias y muy profundas disquisiciones no hubieran tenido fin de no ser porque alguien corrió a avisarle a Denisse que Cynthia se había puesto mal. Ella y Matilde corrieron a ver qué le sucedía y yo me quedé solo con Walter. Fumamos un poco más. Empecé a sentirme un poco mareado, pero lo disimulé lo mejor que pude. La noche me parecía a cada momento un poco más abismal, y hasta cálida, conforme los efectos de la hierba se hacían más evidentes.

Disculpa, amigo, pero noto que sientes cierto interés por mi amiga Matilde, ¿verdad? No te preocupes, está bien: es una buena chica, pero es muy impredecible.

Me incomodó sobremanera que mi atracción por Matilde fuera muy evidente. Hice mutis y fumé un poco más. Sólo para romper el silencio, y tal vez cambiar de tema, musité:

Quizá debí haber traído mi guitarra para, tú sabes, tocarle alguno de mis temas y así tenerla rendida… —no recuerdo muy bien lo que dije, pero debió ser una imbecilidad de ese jaez.

¡A huevo! Cuando platiqué contigo me dije “este cabrón debe tocar de puta madre”.

Escuchamos que en el estéreo habían puesto música de salsa, sobre todo temas de Celia Cruz. Yo me asomé a la carpa por curiosidad. No me asombró ver a los estudiantes de artes plásticas bailar animadamente aquello, pero tampoco dejó de parecerme gracioso. Al cabo de unos cuantos minutos, Matilde y Denisse regresaron. Walter, preocupado, preguntó que cómo se encontraba Cynthia, a lo que la anfitriona le respondió:

Sólo se sentía un poco peda, eso era todo. Ahorita la acabamos de acostar en mi recámara. Ya están dispuestos algunos sacos de dormir en la sala por si alguien ya se siente cansado.

Yo no tenía necesidad de usar alguno, pues no vivía lejos y podría regresar a casa una vez que fueran las seis de la mañana y comenzara a funcionar el transporte público. Sin embargo, a Matilde la noté algo somnolienta, razón por la cual me agarró de sorpresa que me tomara la mano y me condujera, una vez más, a la fiesta. Denisse y Walter hicieron lo mismo. Luego, comenzamos a bailar despacio, y muy cerca el uno del otro, al son de una muy empalagosa balada tropical. Ya me era imposible actuar con la debida caballerosidad y delicadeza que eran inherentes a mi persona, y sentí la necesidad de perpetuar mi estirpe o, más bien, de disfrutar de los beneficios de eso último sin tener que atenerme a las consecuencias. Como era incómodo seguir de pie con la cremallera abultada, le sugerí a Matilde que mejor tomáramos asiento para continuar queriéndonos. Por alguna razón, recuerdo aquel parsimonioso escarceo amoroso como iluminado por una luz roja, cosa imposible, pues dudo que alguien se haya tomado la molestia de cambiar la iluminación del lugar conforme a mi estado de ánimo. El asunto de Irving no pasó por mi cabeza en ningún momento, tal vez fue porque lo vi dormido sobre una silla, con la botella de vino vacía. Daba lo mismo. Matilde era mía y, mientras nos besábamos, metía mis manos sobre su suéter y jugaba con la parte de atrás de su sujetador. Luego, acerqué mi boca a su oído y le sugerí que huyéramos de la fiesta. Matilde preguntó que a dónde pretendía llevármela. Con toda franqueza le dije que:

A un hotel.

Pensé que me daría una bofetada. Se quedó viéndome raro en silencio unos segundos y me respondió:

Estoy cansada, pero no podré dormir después de esto. ¿Seguro que conoces uno cerca?

Le dije que, en efecto, conocía. uno Pero no le mencioné que sólo lo veía de pasada cada vez que bajaba a la ciudad y que, bueno, en realidad no conocía su interior ni la tarifa que manejaba. Nos pusimos de pie. Yo recordé las tablas de multiplicar y algunos salmos y canciones de Plaza Sésamo que me sabía para que la emoción no me ganara, y buscamos a Denisse para despedirnos de ella. No la encontramos. No quisimos demorarnos más y salimos a la calle.

Hacía frío y la noche encapotada amenazaba con soltar un diluvio en breve. Caminamos muy juntos y, aunque el vecindario era tranquilo y sabía cómo salir de él, no dejó de parecerme una indiscreción pasear a esas horas en compañía de una dama (Matilde era desinhibida, coscolina y lujuriosa, pero era una niña bien a final de cuentas). Llegamos a la avenida. Me sorprendió que no tardáramos en encontrar un taxi que, aunque me cobró una muy abusiva tarifa nocturna, me dio a entender que la noche no me ofrecía ningún obstáculo para mis deseos.

Entramos al vestíbulo del hotel de cuarta (muy bien amueblado, hay que decirlo, para ser lo que era). Pedí una habitación para una noche y solté los billetes arrugados con una impaciencia que a Matilde le pareció cómica. Nos dieron la llave. En el pasillo se escuchaban a otras parejas que estaban también en lo suyo. Eso reducía un poco el ambiente de intimidad que buscaba, pero no podía quejarme. Accedimos a nuestra habitación. Matilde prendió una lámpara que estaba encima de un buró y se sentó en la orilla de la cama. Una desconcertante felicidad me inundó y me dije “no, esto no puede estar pasando, no”. Antes de cualquier cosa, me ofrecí a quitarle sus botas, que, no lo había notado antes, eran de tacón alto. Así que me arrodillé, y, al terminar de descalzarla, contemplé sus piernas, que eran gordas pero muy lindas, y las besé, desde la planta del pie hasta poco más arriba del muslo.

Cumplido el placentero, aunque tormentoso, prolegómeno a la pasión, pude contemplar su desnudez (¡ay!, ¡dio la casualidad que no tuve que conformarme con verla en una triste reproducción!). Estaba tan obnubilado que no dejé de decirle lo espléndida y hermosa que era, que la amaba y creo que hasta le propuse matrimonio. Ella rio y me propuso que durmiéramos la siesta. Y bueno, la dormimos en todo lo que duró esa tormentosa noche.

A la mañana siguiente desayunamos en un VIPS. Pensamos en regresar a la casa de Denisse ya que, con toda seguridad, todos los invitados continuarían con la fiesta hasta la tarde de ese mismo día. Pero me dijo que no quería regresar y que pasaría, mejor, a la casa de su novio (¡!). No me sobresalté, pues yo también había cometido una infidelidad, pero, como no sentía mucho afecto por mi novia Meztli, quien había salido de vacaciones, nunca me pesó en mi conciencia esa “falta”. Después de comer el último waffle y pagar la consumición, la acompañé a la parada de autobuses más próxima y me despedí de ella para siempre.

Meses más tarde, cuando chateaba con Denisse vía Messenger, le pregunté por Matilde. Me contestó que se había ido a estudiar a una escuela de cine en Nueva York y que salía con un sujeto mucho mayor que ella. Pronto, con una facilidad que no me explico muy bien por qué sucedió, comencé a distanciarme mucho de mi mejor amiga, al punto de sólo saber cosas de ella de manera aislada por las redes sociales. Pasaron los años y, cierto día, que paseaba por el tianguis de arte de la avenida Álvaro Obregón, encontré, de entre las muchas pinturas, un retrato que me rememoró a ese último día de felicidad plena que tuve. Era un óleo: en él aparecía una muchacha desnuda: sus curvas y su robustez se habían exagerado y el rostro de la retratada era difuso, pero sabía que era Matilde. Le pedí al vendedor que me dejará darle un vistazo más de cerca a la pintura y comprobé que se intitulaba “Portarretrato de Matilde” y que el autor era un tal Irving T. Era tanta mi necesidad de tener la pintura que sacrifiqué mi modesto sueldo como empleado de SEDESOL y la compré.

En la soledad de mi piso, y cuando los fantasmas del pasado y de los sueños rotos me atosigan, me dirijo a donde está la única pintura que poseo y la contemplo mientras rememoro a Matilde y a la felicidad perdida para siempre.

Ciudad de México. 20 de agosto de 2018.

Retrato de Matilde (2/3)

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Una vez más, llamaron a la puerta. Rogaba porque apareciera Denisse.

En cambio, aparecieron tres desconocidos a quienes tranquilizaron, luego de que los pasaron a la sala, con la misma cantinela que a mí: “Que Denisse fue a recoger a unos compañeros de la escuela”. Uno era un muchacho alto y fornido; el otro era de cabello chino muy largo, de menor estatura que el otro, y cuyo aspecto hippioso no dejó de desagradarme…

la otra poseía un inquietante misterio.

Los desconocidos, que por sus fachas se notaba a leguas que eran estudiantes de arte, tomaron asiento en el comedor. La chica volteó a verme: yo desvié la vista y creo que hasta me sonrojé. Me sería imposible hacer un retrato preciso de su peculiar belleza. Bastará con que confiese que lo que más me cautivó de ella fue su corte de pelo “a lo bob”, que hizo que se me figurara, un poco, a una Audrey Tautou morena (ya mencioné que tengo cierta fijación con eso).

La presencia de la misteriosa chica no hizo más llevadera la espera de la festejada, pero, al menos, añadió un poco de variedad a los puntos fijos en los que estaba dispersa mi atención (a ratos veía la tele, a ratos babeaba por Patricia). Los otros dos chicos platicaban entre ellos, sin embargo, la misteriosa chica se mantuvo bastante callada y eso le confería una hermosura casi estatuaria.

Y por fin llegó Denisse.

Detrás de ella iba toda una comitiva de estudiantes de artes plásticas. Primero se levantó Patricia para felicitarla, luego yo me puse de pie, la abracé con el afecto que sólo puede tener un hermano por la hermana que nunca tuvo, y le entregué mi presente. Le gustó tanto que ella volvió a estrujarme en sus brazos. Rato después, nos llevó a una carpa que estaba en el jardín de la casa, en donde ya estaban montadas las bebidas y un estéreo. Luego de que Denisse anunció que pondría música “exótica” (reguetón y bachatas) para que los invitados empezaran a ponerse a tono, me acerqué a ella y pregunté por la chica que había llamado mi atención.

Se llama Matilde, ¿quieres que te la presente?

Y recordé la anécdota que me contó en el café: ahora sí me sentí desdichado por no haber visto el retrato que hizo de ella.

Como mi amiga sabía que era demasiado tímido, me tomó del brazo, me llevó hasta donde estaban sus amigos y me los presentó: El muchacho alto y fornido se llamaba Walter y, el de cabello chino, Irving. Al último me introdujo a Matilde, quien me recibió con una sibilina sonrisa. A los pocos segundos, mi amiga se marchó, pues tenía que saludar y recibir a más invitados, dejándome en compañía de esos tres. Matilde me pidió fuego. Yo estaba dejando de fumar pero, por fortuna, en mi gabardina guardaba un vieja cajetilla de cerillos y tuve el privilegio de encendérselo. Matilde llevaba un suéter de estambre marrón, cuyo busto hacía un esfuerzo indecible por contenerse para no romperlo. También una falda corta y medias negras. Al darle el primer golpe a su cigarro, soltó un aro de humo y me preguntó:

¿Y tú de dónde conoces a Denisse?

Le contesté, para abreviar, que desde siempre. Sin embargo, no estaba seguro de si realmente la conocía después de tanto tiempo…

Me quedé de nuevo callado y recordé que Denisse, dentro de sus confidencias, llegaba a confesarme cosas muy peculiares. En una ocasión —no recuerdo si estaba despechada por un novio o deprimida por sabrá Dios qué cosa—, me contó que había llamado a la línea telefónica por cobrar de los videntes de Madame Sassu y, uno de los psíquicos, le vaticinó que quedaría preñada en un determinado mes y día (huelga decir que eso jamás sucedió). En otra, me contó su experiencia, un tanto lisérgica, al combinar coca cola con aspirinas molidas y no sé qué más: no pudo dormir en dos días.

Walter inquirió si yo también era estudiante de la ENAP. Le respondí que no, que estaba disfrutando de los últimos meses de mi sabático, pero que cuando era niño había asistido a un curso de verano de artes plásticas ahí. También le comenté que, por aquellos días, me producían terror sus instalaciones y que ahora la rememoraba como una pesadilla expresionista. No sé qué le encontró de chistoso a mi comentario, pero Walter rio. Entretanto, Irving, quien me pareció que ya iba drogado al momento de entrar a la fiesta, comenzó a declamar un poema (de mierda) sin que nadie supiera a Santo de qué lo hacía. Matilde le aplaudió cuando concluyó su verborrea pseudoartísitca. Yo la secundé sólo por hacer algo. Fuimos por más cervezas y brindamos por las musas. Volteé hacia una esquina para ver en dónde andaba Denisse y vi que conversaba con un grupo de muchachos. Me dio la impresión de que se había vuelto muy popular. Me alegré por ella.

Pronto llegó la hora de partir el pastel y cantar las mañanitas. Mientras nos desgañitábamos destempladamente, mi vista se desviaba a donde estaba Patricia, quien, como la aspirante a reina de belleza que era, contrastaba con el grupo de amigos excéntricos de Denisse. Creo que aquella fue la última vez que la vi y creo que nunca la había visto tan linda.

Sin embargo, enfrente de mí (aunque sin despegarse mucho del tal Irving), estaba la misteriosa Matilde. Sería injusto comparar ambas bellezas, pues la de Patricia era la de alguien que vive ensimismada en su propia apariencia, vamos, que ella lucía igual que un maniquí de aparador. En cambio, Matilde, sin proponérselo siquiera, poseía una sofisticación innata que después descubrí a qué se debía.

Una vez que nos sirvieron nuestra respectiva porción de pastel, tomamos asiento en unas sillas plegables. Platiqué con Walter sobre política (tema que no me interesa en lo absoluto, pero que, debido a la situación que se vivía por esos días, era insoslayable).

¿Crees que hubo fraude electoral el año pasado?

No supe qué responderle. Me importaba tan poco la pasada trifulca electoral que sencillamente dije:

No lo sé.

Y me contó que un amigo suyo, izquierdista y comunista de toda la vida, y contradiciendo claramente sus ideales, había votado por Felipe Calderón porque: “él iba a instaurar el comunismo en México”. (O creo que dijo que Felipe Calderón era en el fondo comunista). Yo simulé sorprenderme ante esa desaforada afirmación. Walter no lo estaba menos y me juraba que su amigo era súper inteligente, leído, y que sabía de lo que hablaba.

Seguía sin atreverme a hablarle a Matilde pese a que ella no parecía desagradarle que la viera de forma tan indiscreta. Empero, mi timidez no era el único óbice a superar: Irving y Matilde estaban absortos en un juego que se me antojo, además de absurdo, ridículo. Nunca me supe explicar por qué Matilde hablaba con la papa en la boca cual niña remilgada para reclamarle a Irving nimiedades y sandeces. Traté de no poner atención a sus estupideces y me aboqué a beber. Pero muy pronto nos dimos cuenta que se había acabado la bebida. Luego, Denisse se acercó a donde nosotros estábamos y nos pidió que si, por favor, la acompañábamos a comprar más alcohol. Yo me ofrecí encantado, así como Walter y Matilde. Irving se quedó pese a los reclamos y ruegos de Matilde. Afuera chispeaba un poco, pero no tan fuerte como hacía unas horas. Denisse abrió la puerta del zaguán y salimos a la calle. Walter caminó junto a Denisse y yo junto a Matilde. Mientras nos dirigíamos con dirección al minisúper, Matilde me preguntó de improviso si estudiaba algo. Le contesté lo mismo que a los demás, pero, para disimular un poco mi apatía y amargura, añadí que, si bien estudiaría economía, mi verdadera pasión era la música y me pinté como un excepcional guitarrista (andaba algo tomado, es verdad). Matilde sintió curiosidad por mis influencias musicales y yo le dije que mi grupo favorito era The Cure.

¡Yo los vi cuando estuve en Holanda! Tienes razón, son otro pedo esos güeyes.

Me impresionó que la anterior afirmación la hiciera con tanta naturalidad. Como el paleto que era, creía que los burgueses se escondían en sus torres de oro y que jamás bajaban a la tierra para mezclarse con nosotros, los pobres clasemedieros sin suerte. Pero lo cierto, y a lo largo de mi vida lo he notado más a menudo, es que ellos —los ricos—, no tienen necesidad de vestirse conforme a la etiqueta que usualmente les atribuimos y que, muchas veces, estudian en escuelas públicas (por lo general, carreras que tengan que ver con las bellas artes). Le sonreí y, para seguir pareciéndole interesante, le comenté que tenía una banda de New Wave en donde tocábamos mis composiciones. Sobre su vocación artística, ella dijo que si bien las artes plásticas le encantaban, lo que de verdad le apasionaba era el cine y que aún seguía sin recuperarse de la vez que la rechazaron del CUEC. En ese instante envidié la despreocupación con que ellos, los amigos de Denisse y Denisse misma, elegían sus carreras. Parecían enfocarse en el presente y no vivir atemorizados por el porvenir. A final de cuentas, pasara lo que pasara, podrían vivir de sus rentas. En cambio yo pertenecía a una familia que le sobraba honradez (o lo que entendían por honradez) pero no los bienes materiales. Una familia cuyo glorioso pasado no cuadraba con su gris presente. Creían en el honor y el buen nombre, pero eran profundamente anticapitalistas. Eran católicos, pero su oscuro pasado judío era evidente. Se decían que eran muy unidos, cuando la verdad es que hacían lo imposible por ser y mantenerse disfuncionales. Valoraban sus títulos académicos como si fueran nobiliarios, pero venderían su alma por dedicarse a las bellas artes. Se decían mexicanos, pero les gustaba huir al extranjero cuando encontraban un pretexto.

Respiré hondo. El olor a tierra mojada inundaba el ambiente. Frente a nosotros estaba una casa, solitaria y abandonada, y que parecía una mansión gótica porfiriana. Matilde la observó con detenimiento y sonrió. Me pareció, en ese breve segundo, hermosa en un sentido que iba más allá de la belleza física. Y, sin que su sonrisa se desdibujara, volteó a verme. Para romper la tensión del silencio, le comenté a Matilde que también tenía algo de literato y que, tal vez y si ella quería, podría escribirle un guion para un largometraje o un corto. Ante mis palabras ella desvió la vista y se echó a reír.

¿Y qué directores te gustan? —me preguntó Matilde.

Le dije que le rendía una total devoción al filme de Ridley Scott Blade Runner y que me gustaban mucho todas las películas de Tim Burton. Pareció no interesarle mucho mis gustos cinematográficos y ella comenzó a hablarme sobre los nuevos y vanguardistas directores nórdicos y sobre el neorrealismo social italiano. Quise cambiar de tema y recordarle a Denisse, enfrente de Matilde, de las veces que la torturaba con mis escritos literarios en la secundaria. Pero ella y Walter ya habían entrado al minisúper.

Salimos de ahí con las bolsas llenas de una cantidad obscena de alcohol. Parlé un rato más con Matilde durante el camino. Estuvimos tan absortos en la fabricación imaginaria de un cortometraje expresionista de corte alemán, que muy pronto nos dimos cuenta que nuestros compañeros nos habían dejado muy atrás. Matilde aparentó asustarse, mas yo la tranquilicé diciéndole que conocía el camino de regreso (era mentira, esa parte del vecindario no la conocía). Y anduvimos por una bocacalle desierta cuyas casas eran grises y carecían de presunción. Consideré nuestro extravío una fortuna pero, antes de que pudiera, al menos, fraguar un plan para llevármela a algún lugar más privado, vimos que una casa desentonaba con el resto. Estaba repleta con macetas que adentro tenían rehiletes. Nos acercamos a ésta. Aun en la noche, se apreciaba que la casa era de un color chillón y, por alguna razón, en sus muros tenía pintarrajeados arcoíris y fracesillas cursis. Las ventanas, en su mayoría, eran de vitral, excepto una, a la cual nos asomamos sin querer. A través de ella vimos una recámara cuya televisión estaba encendida y trasmitía una de esas películas para adultos que los canales de paga ponen al filo de la noche. El señor que habitaba ese cuarto, y cuya cama se encontraba a la orilla de la ventana, razón por la cual no se dio cuenta de que lo espiábamos, se masturbaba frenéticamente debajo de las cobijas. Ante semejante revelación, nos retiramos deprisa, aguantándonos las ganas de reír, y caminamos un tramo más en silencio sin comentar el incidente. Pronto recuperé el sentido de la orientación (la colonia lucía muy distinta durante la noche) y más o menos pude encontrar la casa de Denisse sin mayor problema. Mi amiga estaba afuera, fumaba un cigarro y, cuando nos vio, me reprendió por haberme retrasado. Luego se le pasó el coraje cuando tomó las bolsas atiborradas de cervezas de lata. Volteé para ver a dónde estaba Matilde, y al no verla, di por hecho que se había reintegrado a la fiesta. Denisse y yo nos quedamos un rato frente a su porche. Me ofreció un cigarrillo, mismo que rechacé por mi determinación de dejar el tabaco.

¡Qué lástima! ¡Y yo que traje un kilo de mota!

Aclaré que sólo era un abstemio de la nicotina, pero no de la mariguana y le pregunté si ya nos la fumaríamos. Me dijo que “me aguantara las carnes” y me preguntó si me había gustado su amiga Matilde. Me sonrojé y le dije que me parecía una chica muy interesante. Quiso saber si, en nuestro breve extravío, había intentado algo con ella. Yo le respondí que aún no intentaba nada, a lo que me recriminó:

¡Vaya que eres lento, Manuel!

Quise preguntarle a Denisse si sabía qué tipo de relación mantenía Matilde con el tal Irving, pero no quise verme como un celoso y me abstuve de hacerlo.

Y regresamos a la carpa que estaba montada en el jardín de su casa.

Retrato de Matilde (1/3)

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A Danyra Amaro

Desperté de mi ensimismamiento con la plena certeza de que mi felicidad estaba por terminarse. Como afuera llovía, tuve que resguardarme en un café que estaba cerca del barrio donde vivía Denisse para no mojarme. Su casa se hallaba en una de esas colonias clase medieras de la capital que parecieran estar ocultas dentro de un bosque. Miré por la ventana y divisé un parque, desierto y sombrío, y cuyos columpios, mecidos por los vientos estivales, parecían ser ocupados por fantasmas. En una silla desocupada dejé la bolsa con el regalo de cumpleaños: un sketchbook y un nuevo juego de colores y pasteles, (Denisse llevaba un año estudiando artes plásticas). Esperé a que la tormenta amainara mientras hacía un recuento de los últimos años que había vivido hasta ese instante. Fueron fabulosos. No porque mi adolescencia hubiera sido intensa, todo lo contrario, sino porque la mayoría del tiempo me la pasaba recostado en mi cama, con la vista fija en el techo, mientras el estéreo sonaba a todo volumen, fungiendo como la pista sonora de mis sueños.

Rememoré una ocasión en que Denisse me había citado cerca del parque Centenario. Antes de encontrarme con ella, pasé a la sección de revistas del Sanborns de Coyoacán pues, en una revista de caballeros, aparecían las fotos de una actriz francesa —que radicaba en el país y que en sus primeros años le tocó interpretar papeles secundarios en telenovelas juveniles—, y en ellas salía, no desnuda, pero sí en paños menores. Menciono esto porque lo que más me gustaba de ella, además de las curvas y el rostro angelical, era que traía el cabello corto: tengo una especial fijación por ese peinado en específico. Guardé mi revista en mi mochila y salí a buscar a mi amiga.

Mi amistad con Denisse data desde los tiempos barbáricos de la secundaria. Compartíamos afinidades musicales y, además, ella era mi confidente. Aunque nuestra relación siempre ha sido como un balancín, pues tuvo temporadas de muy fuerte compañerismo, al mismo tiempo que momentos de fiera indiferencia, causados principalmente por sus episodios de hipersensibilidad que, muchas veces, empeoraban por culpa de mi gran bocota. No obstante, nos lo perdonábamos todo, y volvíamos a vernos como si nada.

Y la encontré cerca de la fuente de los coyotes. Me dijo que acababa de salir de terapia. Yo le devolví un DVD de los Yeah Yeah Yeahs en vivo que me prestó, y que me había gustado mucho, y le sugerí que fuéramos al café Bizarro. Aceptó mi propuesta, pero antes la tuve que acompañar a un puesto donde estaban unos hippies que vendían pulseras y otros productos de legalidad dudosa.

Dentro del local, ella ordenó un tarro de cerveza. Me sorprendió que no le pidieran una identificación (éramos todavía menores de edad) antes de servírsela. Yo, en cambio, sólo quería café y pastel. Mientras hacíamos comentarios despectivos contra nuestros viejos compañeros, no sé por qué motivo salió el tema de una clase a la que asistió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas.

Desde ese día no puedo sacarme de la mente a Matilde —dijo Denisse, un poco turbada.

¿Quién es ella?

Una compañera de la escuela.

Y me contó que, en una clase, tuvieron que dibujar un desnudo femenino, mas, por desgracia, la modelo que contrataron se retrasó. Los pupilos estuvieron a punto de retirarse del salón cuando una de las compañeras de Denisse se ofreció a fungir como reemplazo de la modelo. Al parecer, la exhortaron de que no era necesario que se molestara y que, además, si modelaba, no podría retratarse a ella misma. Pero ella, Matilde, arguyó que sólo era en lo que llegaba la que tenía que hacer dicha tarea. Pese a las protestas del profesor, todos los ahí presentes estuvieron de acuerdo en que ella la suplantara en vía de mientras. Y ella, ni tarda ni perezosa, se desnudó enfrente de la clase. Como en ese entonces no la conocía, no imaginé nada. Ahora la recreo en mi magín de la siguiente forma: lleva una blusa blanca que desabotona en un santiamén, revelando, en consecuencia, su sujetador negro y, como no puede reprimir su natural coquetería, se baja primero un tirante, luego el otro, e, impaciente por desprenderse de su prenda íntima, da la impresión que se arranca el sujetador en vez de liberarse de él, después, se baja la falda, con todo y bragas, y devela su muy poblado seto; Matilde tiene un bonito color de piel acanelado y sus pezones son negros y puntiagudos, su estatura es un poco baja amén de poseer una complexión suculentamente robusta. La belleza de su faz es producto de un muy complejo mestizaje: es de facciones muy finas y su nariz es aguileña y afilada. Denisse no es lesbiana, pero es sensible ante la belleza y el carisma que pueda tener una mujer (ambos estábamos súper enamorados de PJ Harvey) y me confesó lo absorta que estaba en la contemplación de Matilde. Asimismo, me dijo que en su sketchbook tenía el resultado de esa clase y hasta quiso enseñarme el retrato que hizo de ella, pero resultó que había olvidado su bloc de dibujo con su terapeuta. Como no tenía urgencia de ver un desnudo, y menos de una desconocida, no me desanimé. Denisse me inquirió que si ya había elegido una carrera, le respondí que entraría a la Facultad de Economía. Me respondió que le sorprendía que escogiera una carrera tan lejana de mis auténticos intereses. Le contesté que era un clasemediero en desgracia y que tenía que ser competitivo en el mercado laboral. No recuerdo qué frase condescendiente me dijo, pero no volvimos a tocar el tema. Cuando pagamos nuestra consumición y salimos del local, Denisse me invitó a la fiesta de cumpleaños que la acreditaría como mayor de edad. Sería unas pocas semanas antes de que iniciaran las clases en la Universidad. Le contesté que con mucho gusto asistiría a su reunión y nos separamos en una encrucijada.

La lluvia amainó y me dirigí con dirección a la casa de Denisse. Comenzaba a oscurecer y el alumbrado público iluminó mi camino. Las calles estaban húmedas y repletas de charcos. El rocío cubrió mi rostro y empañó mis gafas. La espesa vegetación que circundaba el vecindario me hizo imaginarme que, en algún lugar, un animal salvaje me vigilaba para hacerme pedazos.

La casa de Denisse tenía pintado, en uno de sus muros, publicidad proselitista de un partido de derecha. Curiosamente, ella y toda su familia eran zapatistas y apoyaban políticas de izquierda. Esa contradicción ella la justificaba de esta manera: “es sólo para despistar a nuestros enemigos”. Consideré que esa respuesta era un tanto paranoica. A mí no me importaba la política, pero siempre recordaré a aquel mural como la señal que me permitía identificar cuál era la residencia de mi amiga.

Llamé a la puerta y, tras una espera que se me antojo demasiado larga, alguien salió a recibirme.

Tú debes de ser el amigo de Denisse, ¿no? Manuel creo que te llamas —Asentí, a veces hasta yo olvido cómo me llamo—. Pasa, por favor. Mi hija todavía no llega: salió a recoger a unos amigos de la Universidad, pero no tarda.

Y la mamá de Denisse me condujo por un patio que estaba ocupada por sendos automóviles (una vieja Van, una camioneta cuya marca no fui capaz de reconocer, y un Tsuru). Entramos a la residencia y me pasó a la sala. Tomé asiento en el destartalado sillón que siempre ocupaba cuando visitaba a mi amiga para charlar. La mamá de Denisse me hizo las preguntas de rutina: que cómo me encontraba, que si ya había terminado la prepa, y que si no me había mojado mucho durante el camino. A cada una de esas inquisiciones yo le respondí con un monosílabo. A un lado del amplio sofá de la sala, se encontraba una de sus tías: su aspecto era desfachatado y me saludó de lejos sin despegar su vista de su teléfono celular. Frente a mí estaba un anciano fornido y bronceado, era el abuelo de Denisse, a quien también saludé. La televisión estaba encendida y sintonizaba una revista del corazón. Volvió a soltarse la lluvia luego de unos minutos.

Aunque la sombra de los infelices días de la secundaria parecía muy remota, un escalofrío recorría mi espina dorsal cada vez que recordaba los lunes patrios, los pasillos derruidos, los pupitres llenos de sentencias vulgares, las tareas y manualidades inútiles, los citatorios de los profesores, el acecho de los prefectos y el constante acoso de los demás compañeros, incluido el de los que decían ser tus amigos. Denisse fue lo más parecido a una amiga que tuve durante esos tres amargos años. Aunque ella se esforzaba todo lo posible por encajar en el grupo, sabía en el fondo que también era una “rara”, pues, detrás de su alegre aspecto de jovencita bonachona y amable con todos, llegaba a tener episodios de neurosis y depresión muy fuertes. Yo la comprendía y tal vez por eso nos necesitábamos. Conmigo no tenía que fingir algo que no era, y como tampoco deseábamos que nuestra amistad trascendiera a algo más íntimo (Denisse era simpática, pero no era mi tipo), la pasábamos muy bien los dos hablando mal de todos a sus espaldas… aunque siempre me asaltó la duda de si con sus amigas ella hablaba mal de mí.

Para llenar espacio en el programa de chismes, un conductor, que daba por hecho que su público estaba constituido por analfabetas, mencionó que estaba mal dicha la oración “más mejor”, esto pareció activar más neuronas de la cuenta a la tía de Denisse y le preguntó a la mamá de ésta.

¿Entonces cómo se dice, mana?

Más y mejor o mucho mejor.

Llamaron a la puerta. Me emocioné pensando que sería Denisse, pues el tedio me estaba matando. Luego de que salieron a abrir, cuál va siendo mi sorpresa que se trataba de Patricia: la hermosa abanderada tapatía que era el objeto de deseo de mis más salvajes fantasías onanísticas. Tenía rato que no la veía (desde que salimos de la secundaria, para ser exactos). Se había puesto el doble de buena y eso me hizo sentir bastante incómodo. Aunque mi presencia no le causaba ningún asombro, me saludó. La mamá de Denisse se deshizo en elogios ante la hermosura de Patricia. Ella comentó que se había tardado por la lluvia. Asimismo, comentó que había pasado una temporada viviendo en Jalisco y que, actualmente, estaba estudiando en la escuela de actuación de Televisa. Esa nueva me causó sorpresa, pues no le conocía talento histriónico alguno a Patricia (era muy guapa, sí, pero también era simplona y, ya que andamos contando confidencias, muy hipócrita, pues no pocas veces la escuché expresarse mal de Denisse). Años más tarde, esperé verla protagonizar una telenovela o, ya de perdida, que apareciera como extra. Sin embargo, terminó embarazándose del primer gandul al que le dio sus favores. Ni siquiera atrapó a un ejecutivo o a un productor. ¡Vaya desperdicio!

Mientras Patricia hacía un recuento de su vida banal a la madre y a la tía de mi amiga, en la televisión hablaron sobre el reciente fallecimiento de Antonio Aguilar, deceso que lamentó mucho el abuelo de Denisse, pues, según él, era de los pocos hombres que ejercían la charrería. Poco después, llegó la hermana mayor de Denisse (traía el pastel de la cumpleañera). No la trataba mucho, sin embargo, al verme callado, quiso platicar conmigo. Preguntó que si ya había escogido una carrera. Como ya dije, el último bastión de mi felicidad, que fue mi temporada sabática, estaba por acabarse y el hecho que me recordaran en qué había desperdiciado mi pase directo no hacía otra cosa que aumentar mi zozobra. No tuve más remedio que decirle que estudiaría economía. Resultó que ella había estudiado en esa misma Facultad.

Como tú, a la hora de escoger mi carrera —me dijo—, no sabía con exactitud qué quería estudiar. Terminé decantándome por la economía sin saber muy bien a lo que me enfrentaba. No me arrepiento de mi decisión. Es una carrera en donde hay mucho trabajo tanto en el sector privado como en el público. Los maestros de la UNAM son excelentes —de tan sólo recordar el anterior comentario me da urticaria—, pero déjame darte un concejo: no te cases con una sola doctrina económica; existen profesores que son demasiado fanáticos de las doctrinas marxistas y que antes preferirían estar muertos que renunciar a sus ideales, en cambio, también existen los que son muy neoliberales y te dirán que el mercado “es la onda”. Procura mantener siempre una posición intermedia.

(Tenía razón: muy pronto terminé aborreciendo ambas corrientes).